Una botella de vino de Oporto, tinto, rosado o blanco, es el típico souvenir que se adquiere en Portugal para agasajar a la familia o los amigos. En España hay poca tradición al consumo de estos caldos que, nacidos en el siglo XVI, se exportan desde el Alto Duero a más de 120 países. El de Oporto es un vino rico, sin duda, para paladares exquisitos y delicados, muy del gusto de los ingleses a los que, en buena medida, se debe su descubrimiento. La guerra contra los franceses, iniciada en 1678, dejó a los británicos sin vino que llevarse a la boca y por ello debieron recurrir a los que se elaboraban en Portugal, tintos y blancos que entonces tan solo se consumía en nuestro país vecino. Parece que en Liverpool a algún avispado bodeguero se le ocurrió la feliz idea de mezclar con el vino algo de brandy, lo que interrumpía la fermentación del mosto. Esto daba como resultado una bebida de mayor graduación alcohólica y de un sabor dulce, producido por el azúcar que no había terminado de fermentar.Lo cierto es que el Oporto se elabora con uvas de distintas variedades y aguardiente vinícola.
Además de disfrutar del sabor de estos vinos que maridan con todo pero que cobran especial protagonismo a la hora de los postres, su utilización en la cocina es, para mí, todo un acierto.
Personalmente, utilizo los tintos de Oporto para preparar dos platos de carne, como son las carrilleras y el rabo estofados. Una vez bien pochadas las verduras regadas con esos caldos procedentes en la ribera derecha del Duero en su desembocadura en el Océano Atlántico, se añade la carne para que se impregne de ese peculiar sabor seco y ‘dulzón’.
Una vez hecho el guiso, las verduras se pasan por la batidora y surge una suculenta y atractiva salsa, de un color y un brillo realmente atractivos. Ni que decir tiene que su sabor es todo un espectáculo. ¡Ah! y con unas patatitas fritas, para chuparse los dedos.