Madre e hijo
Rumanía. 2013. 112 m. irector: Calin Peter Netzer. Intérpretes: Luminita Gheorghiu, Bogdan Dumitrache, Florin Zamfirescu, Natasa Raab. Salas: Groucho
Contundente y, a su vez, de una delicadeza ruda este filme de mujer, madre y referente de vida es otro de esos posos de café cotidianos donde mirar el mundo con los que el cine rumano está construyendo un realismo social de personalidad propia. Uno de los nombres de ese mecano casi siempre edificado en clave de drama, seco, elaborado como una tela de araña que envuelve al espectador y le atrapa en las heridas, es Calin Peter Netzer, cuyo tercer largometraje, galardonado con el Oso de Oro, es este ‘Madre e hijo’. Un filme donde amor, posesión, redención y ética se entrelazan en sibilina madeja, unas veces, y con doloroso desgarro en otras. Y en este contexto creativo de un cine que poco a poco y, en ocasiones, con demasiado silencio se ha ganado un trono en el nuevo cine europeo, no debe olvidarse la mano del guionista Razvan Radulescu. En femenino singular, el perfil de esta madre posesiva que mece la cuna de todo aquello periférico, centralista o limítrofe que pueda afectar al territorio de propiedad, más que de afecto, de su hijo, configura a su vez una mirada sobre el sistema, sus carencias y su endeble entramado. Fría disección, se habla de sentimientos divergentes, cercanías distantes, e hipocresía con una higiénica y aséptica seriedad y severidad. Ayuda a ello la interpretación inmensa de Luminita Gheorghiu. El contraste lo pone la cámara. Un estilo tenso, de intromisión, que crea la sensación, entre el nerviosismo y el movimiento, de que el espectador es un invitado no esperado que ha tenido el privilegio ocasional de acceder por una mirilla a unas vidas ajenas nada deseadas. Fragmentada en diálogos largos, entrecortados por pausas extrañas, todo casi teatral, la madre de todas las situaciones gestiona la vida de los demás o, al menos, lo pretende. Esos encuentros con el resto de personajes componen una sinfonía de imposiciones, chantajes, burocracia, gestos amorales y diferencia de clases. Todo bajo el ojo de esa gran madre que vigila, anota y dispone como un estado orwelliano. La crítica sin aspavientos a esa clase ascendente, de nuevos ricos, traza a su vez un sólido trayecto dramático de formas implacables, sin descanso, y de planos claustrofóbicos. Apenas una fiesta de cumpleaños y un baile, que delata una atmósfera no menos cínica, permite hablar de celebración y dejar entrever alguna sonrisa. El resto es una tortuosa y asfixiante sucesión de planos donde asoma la ternura aplazada o mal expresada, el miedo, incluso el odio. Hasta ese aliento emotivo de la despedida, ‘Madre e hijo’ es un álbum amargo de exigencias, peticiones, querencias, sentimientos mal enfocados, recriminaciones, amores y desamores dictados. Y, en el fondo lo único inocente, una muerte infantil. Y en el corazón del filme una madre como una Godzilla que entiende el amor a su hijo como un interminable, lacerante y espinoso soborno emocional.