Ilustrar, alumbrar, deslumbrar
2016. 97 min. España. Director: Hugh Hudson. Guión: Olivia Hetreed, José Luis López-Linares. Música: Mark Knopfler, Evelyn Glennie. Fotografía: José Luis Alcaine. Reparto: Antonio Banderas, Rupert Everett, Golshifteh Farahani, Pierre Niney, Nicholas Farrell, Henry Goodman, Irene Escolar, Clément Sibony, Tristán Ulloa. Drama. Salas: Cinesa y Peñacastillo
Los bisontes desbocados de este biopic infográfico son la melodía de un álbum grafitero. ‘Altamira’ ilustra más que alumbra, y se olvida de deslumbrar. Hugh Hudson, en su regreso a la dirección tras quince años de ausencia, asume cierto aire de encargo y se lo toma en modo funcional y tono funcionarial. Al drama humano, consistencia histórica y rigor aparte, le falta fe y fuerza. Y el relato fundacional del descubrimiento nunca llegar a inocular la sensación mágica de lo primitivo.
Entre ambas cojeras el filme salva su solidez presencial con las muletas paisajísticas y una sólida ambientación. El resto es una narración entre académica y didáctica, aunque caiga en errores y la relación de conflicto entre ciencia y religión suene falsa y, a veces, al borde de la caricatura. El cineasta de ‘Greystoke’ se aferra a la pared de la historia, busca la coartada lineal y apenas se arriesga a la hora de salirse de los renglones del género.
Díptico familiar y hagiográfico con manchas rupestres, el drama se mueve entre lo discursivo y lo ilustrativo pero muy perezoso con la crónica de una pasión que pedía esta mirada al pasado. Un déficit provocado también porque la guionista Olivia Hetreed (‘La joven de la perla’) se queda en la superficie preciosista y documental.
En ‘Altamira’ hay más paisaje que paisanaje. Y de esa querencia Cantabria, claro, sale ganando. Nada más fundacional que el retablo del Paleolítico. Pero esa iluminación primaria y original parece muchas veces una mera excusa, una otredad ajena, un gabinete de las maravillas aquí atravesado por una mirada demasiado prosaica, de oficio, que discurre sin la intensidad que supone el asombro del descubrimiento. ‘Altamira’ es una ficción sustentada en los anclajes del documental que no es –lo será en septiembre, bajo la dirección de José Luis López Linares, de acuerdo con el proyecto audiovisual de Morena Films en torno a la cueva de Santillana– y mediatizada por ese fantasma virtual de las pinturas más icónicas del mundo. Entre la fascinación por la cavidad y la dramatización de las inquietudes intelectuales de Marcelino Sanz de Sautuola y su entorno, el filme sufre una fisura imposible de corregir.
Endeble en su dramatización fluctúa indeciso entre la biografía de tiempos blandos y el debate intelectual y la colisión científica (casi una clase superficial de historia y creencias). En este relato de mitos y raíces, de ancestros y huellas, subyace una paradoja. Cuando lo oscuro toma protagonismo el enigma y la fascinación del hallazgo requieren luz propia, alumbramiento; y, por contra, cuando la discusión y el enfrentamiento científico, zarandeado con escaso rigor por el debate religioso, podría iluminar los escenarios, es mayor la oscuridad. Una idea esencial que solo se sugiere desmayada en una cinta que opta por la vía fácil de lo lineal y estereotipado, exenta de matices, entregada a la impostura maniqueísta.
El empaque y la factura son intachables. La fotografía de Alcaide, la elegancia de la ambientación exquisita en muchos interiores y planos, con la marca británica por excelencia, son indudables. Y en ese microcosmos de identidad artística, más que de estilo, a la cinta solo le queda posarse en la fascinación del paisaje cántabro, en el embeleso de la naturaleza, aunque a veces incluso descienda a cierto ejercicio de postal. El cineasta de ‘Carros de fuego’ parece escapar de la foto fija y de las leyes de lo convencional cuando hace suya la imagen universal de las pinturas y la transforma en material onírico. Pero el recurso pasa rápidamente de la sorpresa a la reiteración cansina.
‘Altamira’ vuelve a desaprovechar una oportunidad de asociar el simbolismo de la caverna de Platón como espacio simbólico y metáfora del cine, con la cueva y su significado. De igual modo el reparto internacional presenta desiguales frutos: la actriz Golshifteh Farahani destila inteligencia y un sustento dramático aquí igualmente desaprovechado: Antonio Banderas, esforzado, revela una incómoda intensidad, una afectación retórica, y eso solo lo podría corregir el director. Sorprende la presencia hiperbólica de un casi irreconocible Rupert Everett, mientras el personaje fundamental de la niña también padece la ambigua y difusa mirada de la película. Quien haya asistido al privilegio del encuentro íntimo con las pinturas de la capilla sixtina de la prehistoria se lleva consigo un destello imperecedero, una llama de conmoción, un hechizo de perplejidad y un suspiro de sobrecogimiento. Pero desde la pantalla ‘Altamira’, un acierto como catálogo de promoción turística, apenas roza ese instante mágico de la oscuridad de la cueva –que es la ceguera de todos nosotros–, transformada en material primigenio, en iluminación sobrenatural y taumatúrgica. A lo mejor no es cuestión de trascendentalidad, sino una oportunidad para ver la cueva sin esperar el azar del sorteo. ¿Acaso hay algo más virtual?