El triunfo de la mirada
Reino Unido. 2015. 118 m. (12). Drama. Director: Todd Haynes. Intérpretes: Cate Blanchett, Rooney Mara, Sarah Paulson, Kyle Chandler, Jake Lacy, Cory Michael Smith. Salas: Cinesa y Peñacastillo.
‘Carol’ no es una película, es un asidero. Uno se siente inseguramente confortable, uno se aferra a su estancia pasional porque sabe que por allí pasa la vida. Y eso no sucede tan a menudo como creemos. «Más allá de cualquier zona prohibida/ hay un espejo para nuestra triste transparencia», escribió Alejandra Pizarnik antes de que la depresión acabara con ella.
‘Carol’ retrata un amor clandestino, quizás los verdaderos lo son todos, y en esa fuerza del secreto, en su revelación de la intimidad reside la textura emotiva y cómplice de esa tela sensible que la envuelve más allá de la anécdota. Lo importante es amar. Y este filme hermoso y delicado se encarga de recordarlo. Su triunfo es el de la mirada. Un lenguaje sutil que discurre como un cauce en el que las protagonistas, inmensas Cate Blanchett y Rooney Mara, tienden y se expanden para crear un ecosistema propio, privado, una zona acotada en la que preserva y crece su amor entre los márgenes del dolor, los miedos y la amenazas. Exquisita en su ambientación y en su estilismo depurado, ‘Carol’ es mucho más que la adaptación que hace Todd Haynes de la historia de amor lésbico de Patricia Highsmith en 1950.
La piel dura de esta melancólica y minuciosa inmersión en el amor pasión es su juego entre la superficie y el fondo, en un canto al amor como arriesgada experiencia y punto final. En un ambiente opresivo y conservador, la cámara del cineasta de ‘Lejos del cielo’ dibuja el clima sutil del romance, la entraña ardiente y el disturbio exterior del frío que la acecha, la pose y el poso de la atracción, el melodrama sin estridencias y ese microcomos donde luces y sombras se abrazan y colisionan.
Hay una ‘Carol’ lineal de dos mujeres, sus pequeñas biografías humanas, sus mundos femeninos en una sociedad donde ser mujer ya supone enfrentarse a una realidad hostil. Pero hay otra ‘Carol’: ese tratado del deseo que se perfila en espejos, reflejos, puertas entreabiertas, en un delicado catálogo de estancias en el que se construye el hábitat sentimental donde subyace el grito desgarrado del amor que no puede ser explícito. En este recorrido, entre la represión y el temor, entre los destellos de la pasión y el temblor de la renuncia, Haynes nunca descuida la puesta en escena y se sirve de dos intérpretes entregadas para crecer en femenino plural y adentrarse meticuloso en un paisaje tan turbador como excitante. Haynes que, desde su opera prima, ‘Veneno’, ha alternado apuestas arriesgadas con sutiles disecciones del melodrama clásico, firma un ejercicio cálido y sensorial, casi onírico, a lo que contribuye la fotografía de Lachmann.
Mesura y elegancia, con Douglas Sirk al fondo, todo enmarcado en una estructura circular, en un viaje exterior y otro interior, entre sombras y colores, planos y encuadres que ocultan y desvelan. Un filme donde el esteticismo nunca ahoga su honda apuesta emocional. Y con ambas mujeres pisamos las huellas de un amor tan jubilosamente apasionado como profundamente triste