Ojos abiertos para escuchar el horror
Hungría. 2015. 107 m. (18). Drama. Director: László Nemes. Intérpretes: Géza Röhrig, Levente Molnár, Urs Rechn, Sándor Zsótér, Todd Charmont, Björn Freiberg. Sala: Groucho.
Ya sabemos que se puede hacer poesía después de Auschwitz pero quizás la pregunta ahora es cómo contar el horror despojado de lo obsceno, del estereotipo, del lugar común; o qué preguntas caben tras una pila de cadáveres amontonados, de cuerpos desnudos, o tras un viento de cenizas que salen de un horno crematorio.
El húngaro László Nemes opta por una mirada oblicua, que no desviada, y abre los ojos al holocausto con una cinta inteligente donde el lenguaje moral, los verdaderos ojos de esta inmersión en el dolor, son los sonidos y ecos del infierno, de la deshumanización, de la desolación. ‘El hijo de Saúl’ es un filme contenido en la medida en que sus imágenes no son explícitas pero no por ello elude la desgarradura ni la herida nunca cicatrizada sobre la piel de la condición humana.
Asfixiante y claustrofóbica, apenas hay profundidad de campo en el retrato de este sonderkommando (los prisioneros que ayudaban a los nazis en las tareas de exterminio) que trata de enterrar a su supuesto hijo fallecido, antes de que sea apropiado por el ritual nazi del horno. El joven cineasta magiar nunca abre del todo su objetivo, se pega literalmente al rostro y la nuca de Saúl en primeros planos y plano secuencias que ahogan literalmente cualquier posibilidad de fuga. Ante esa poderosa estilización formal el espectador queda sujeto a lo que le proporcionan los otros sentidos. Y entonces los gritos, las órdenes, los ruidos de los cuerpos, los disparos, los golpes se convierten en una sinfonía de vértigo y muerte, desde ese desgarrador arranque de imágenes difuminadas y sonidos nítidos. Estamos ante el retrato de una supervivencia moral entre silencios ensordecedores y chillidos de angustia que se clavan en los huesos. Y como eslabón el rostro de Saúl que invita al espectador a ser un extraño testigo comprometido.
Devastadora y desoladora, no caben exageraciones ni gestos ni subrayados narrativos. La experiencia es existencial y sensorial y no admite más conmoción que la incómoda conciencia de que uno ha pisado el infierno. Es un filme que duele, que construye otra representación de la Shoah, pero desde la reflexión. Lo que no se ve es infinitamente más importante que lo que se ve y por ello, desde una gélida determinación, el verdadero montaje visual y moral reside en cada espectador. Su sobriedad es tan mayúscula como su dolorosa frialdad.
Una obra de cámara, de cámara en mano también, reverso moral de ‘La vida es bella’, y documento absolutamente ajeno al espectáculo. Todo es desagradablemente rotundo. Desenfoque y ángulos muertos para en el fondo ver mucho más allá de los iconos del horror y escuchar el eco cercano de lo maldito y el desasosiego de la desesperanza. Quedan los montones de ceniza humana. Hannah Arendt decía que «en la medida en que realmente pueda llegarse a ‘superar’ el pasado, esa superación consistiría en narrar lo que sucedió». Y a ello se ha entregado Nemes/Saúl. Cerrar los ojos no servirá.
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