Misión imposible: nación secreta
EE UU. 2015. 131 m. (12). Acción. Director: Christopher McQuarrie. Intérpretes: Tom Cruise, Jeremy Renner, Simon Pegg, Rebecca Ferguson, Alec Baldwin, Ving Rhames.Salas: Cinesa y Peñacastillo
La estrella, Tom Cruise, con calzas o son ellas, está mayor. Y su saga/franquicia exuda agotamiento en su quinta entrega. A su enésimo regreso se le ha insuflado respiración lírica pero el do de pecho de la metáfora es insuficiente y fallido, su crescendo es más bien mero pálpito pasajero y su aria central está desafinada. ‘Misión imposible’ busca sus posibles pero ni echándose un buen Turandot a su descenso a los infiernos de las agencias internacionales de la inteligencia y del espionaje, su historia logra elevarse. Falta refinamiento y sobra escritura ‘avant la lettre’. Incluso el maestro de ceremonias, casi director de escenas prefabricadas y rediseñadas cabría decir, Christopher McQuarrie, se empeña en dibujar.
Un molde repetitivo en el que las situaciones límite se persiguen y solapan hasta que ya no hay aire. Mezcla de su ‘Jack Reacher’, también con Cruise, y de los James Bond más tradicionales, esta nación secreta canta ‘a deja vu’ por todas sus voces. A la frialdad de sus situaciones suma una cansina tendencia a exprimir el blockbuster como si fuese a ser el último del cine y de la propia saga. Su wikiguión parece el corta y pega del siglo XXI. Nada por aquí, nada por allí.
El juguete de espías espiados hubiera sido pura piedra filosofal en manos de Hitchcock. Pero en esta era conservadora, de estereotipos y lugares comunes, se busca el espacio globalizado, falsamente cosmopolita y errante y el antihéroe nómada se marca una de agente viajero semejante a una de esas guías donde te señalan hasta el último paso cebra. Aunque la historia ha sido pulida hasta el cuaderno de caligrafía más exigente nada se sale del margen. El ‘Nessun Dorma’ aquí es pura adrenalina agitada con interminables persecuciones y una incesante vuelta de tuerca.
Las secuencias en la ópera de Viena, un homenaje al maestro, algo estirado y con toques de humor más gruesos, y en el Parlamento británico poseen brío pero son dos islas de un archipiélago disperso y sin más consistencia que la fidelidad a un modelo, a una marca de acción, aunque olvidando que es preciso algo más que pirotecnia para oler el fuego, sentir el peligro e iniciar la carrera. Cruise, hacedor y magoproductor, y su director trabajan a destajo para configurar su montaje, su Turandot particular, pero se echa de menos un Puccini en la sombra que transmita voz a estas criaturas que corren, se persiguen y mueren como cucarachas afectadas por el virus de lo aparatoso.
Entre bambalinas, dos notas de sensibilidad y acorde: Rebbeca Ferguson, que aporta belleza y talento como cara B del protagonista, sorprendido de su propia capacidad de reinvención, y Sean Harris que podría inquietar en cualquier cinta de terror. Lo demás es episódico, fugaz, inconsistente, falazmente sencillo. La franquicia no se mueve. Ethan Hunt tampoco. Uno saldrá de la sala con Turandot en la cabeza y pensando que solo le persigue la taquilla.