Amar, beber y cantar
2014 108 min. Francia Director: Alain Resnais. Reparto: Sabine Azéma, André Dussollier, Michel Vuillermoz, Hippolyte Girardot, Sandrine Kiberlain, Caroline Silhol Drama. Sala: Bonifaz. Filmoteca de Cantabria. Hasta el domingo.
El estilo como acicate, enganche, declaración de principios y elegante coherencia narrativa. Es una película tan deliciosa como cargante. De esas que a los muy apasionados del cineasta parecerá sublime y al resto, un canto insípido y engolado al que siempre se le puede exprimir ese lado-autor tan manido como necesario. Es tan afectada como juguetona, tan artificiosa, que no artificial, como cosmética. Saber que Alain Resnais fallecía poco después de concluir ‘Amar, beber y cantar’, impone otra mirada casi obligada. La de echar atrás la vista, la de cierta solemnidad naturalista a la hora de juzgar un filme deliberadamente teatral, un drama disfrazado de vitalista instalación escénica en la campiña. El cineasta de ‘El año pasado en Marienbad’ firma un cuadro impresionista habitado por gente que ama, bebe canta, enferma, sufre…o sea que recorre ese vocabulario que registra todas las máscaras, poses, posos, misterios y evidencias que conforman eso que llamamos vivir. Un filme que huele a despedida, que tiene –y ese es su mayor encanto– algo de ceremonia, y que invita a desbrozar las cosas que parecen importantes y resultan nimias y a elevar el detalle que a la postre puede convertirse en trascendente. Era su tercera adaptación de una obra de Ayckbourn y como otros cineastas franceses (Rohmer) seguía haciendo cine al entrar en la condición de nonagenario. Lo oculto es, en realidad, la columna vertebral. Un enfermo terminal al que no vemos y un topo que adopta la figura simbólica de periscopio son los hilos de las marionetas, o sea los personajes, nosotros y la propia vida, que le sirven al director para aplicar la empatía suficiente que engorde los ojos del espectador que asiste a esta pequeña danza de personajes que entran y salen entre visillos, decorados, colores, trazos, vuelos y paisajes estáticos e imaginados. Tres parejas conducen, acaparan y retozan entre los dibujos de fondo que en ocasiones devoran a los propios personajes. Se respira teoría, ensayo, algo de laboratorio y ese juego, como el de Lars Von Trier, que se acepta desde el principio o se rechaza de modo rotundo. El cineasta de ‘Asuntos privados en lugares públicos’, de la mano de intérpretes fieles y entregados, algunos fetiches en su carrera como el rostro de Sabine Azéma, le ayudan a componer una heterodoxa encrucijada otoñal entre lo kitsch, lo nostálgico y, a veces, el desencantado enredo amoroso y el adiós consciente con trasfondo de papel pintado. Todo es representación, parece decirnos el cineasta de ‘Hiroshima mon amour’, y la vida y el teatro (no por este orden) se otorgan plazos, renuncias y licencias para seguir y morir y nos incita a mirar incluso lo que no queremos.