El secreto de adaline
EE UU. 2015. 112 m. (12). Romance. Director: Lee Toland Krieger. Intérpretes: Blake Lively, Michiel Huisman, Harrison Ford, Ellen Burstyn.Cinesa y Peñacastillo
La paradoja aquí es que el uso del fantástico reside en su capacidad para anular lo insólito. Mientras Blake Lively se empeña con entrega en defender su perfil de mujer intemporal, aferrada al presente, el cineasta Toland Krieger diluye la historia en la confusión, la grisura y la vulgaridad.
‘El secreto de Adaline’ tenía muchas posibilidades de ser un trasunto de ‘El fantasma y la señora Muir’, o un espejismo de ‘Laura’, no tanto por semejanzas argumentales, sino por ese guiño femenino adherido a la inmortalidad, al tiempo detenido, aquí a un drama romántico sobre el amor como el único marcapasos posible. Pero al director de la serie televisiva ‘Happyland’, salvo su actriz y contadas apariciones como la fugaz de Harrison Ford, se le va la fuerza en un metraje excesivo, en su tono cada vez más convencional y en su aburrida inconsistencia. Trata la materia fantástica como si analizara un plano de metro y solo esa serena distancia de su protagonista transmite la sensación de extrañeza, la ingravidez y esa azarosa conexión inasible entre criaturas. Casi todo es apariencia y superficialidad.
En Adaline vemos la posibilidad de ahondar en ese agujero negro hasta el origen del misterio, el del amor y el de la propia vida, pero nada invita a que crucemos al otro lado del espejo. Sólo hay vestuario, un tono agradable y ligereza y por debajo, sólo lo intuimos, discurre la vida. Este Benjamin Button femenino se queda en la anécdota y el romance hace de tapadera. De este modo lo insólito pasa a ser disparate, melodrama de escaparate, apariencia, pero nunca desgarro ni sublimación. Su encanto de tarjeta de visita frena al invitado fantástico. Es como si empezáramos en Cortázar y acabáramos en una narración oral desvirtuada por el tiempo.
Adaline no envejece pero a nosotros todo nos parece antiguo y caduco. La imposibilidad de amar, la fugacidad hubieran dado gloria a este álbum a veces demasiado azucarado. Lively con sensible aplomo, ella sí, detiene el tiempo. Pero más de uno mirará el reloj esperando que den las campanadas de la extrañeza frente a tanta vuelta de trivial. Dorian Gray sin hechizo ni encanto es como un anuncio de cremas. La intérprete insiste en el glamour y la elegancia, que es siempre eterna, pero su director vuelve una y otra vez a acumular perchas y prendas en sus fotogramas de gran almacén de género. Ahora que es el centenario de Ingrid Bergman no estaría de más que el director se dé un repaso a muchos de sus planos. Alguno de aquellos fotogramas decían más de la inmortalidad que stoda esta película.
Su actriz, sin embargo, lo sabe. El filme, con buenas intenciones, pero sin clase, nunca se eleva.