Terminator: Génesis
EE UU. 2015. Acción. Ciencia ficción. Director: Alan Taylor. Intérpretes: Arnold Schwarzenegger, Jai Courtney, Emilia Clarke.Cinesa y Peñacastillo
El chiste con vocación de nuevo ‘sayonara baby’ es: «Viejo, pero no obsoleto». A medio camino entre el reboot, y la falsa precuela, en realidad esta prótesis de una de las franquicias más agotadas estira el cuello con un pastiche que no se le salta un robot. Como la piel recauchutada de Arnold, el Terminator se mimetiza consigo mismo y con guiños a las dos primeras entregas busca una salida post apocalíptica donde solo tienen su razón de ser unas exprimidas secuencias de acción. A esta reaparición, una de las menos esperadas de los veranos de quita y pon, de sagas y marcas de serie, le sobra capacidad para copiarse a sí misma y le falta alma. Lo endeble de la dirección de Alan Taylor se demuestra a golpe de metal líquido en este anodino producto retorcido en su propia limitación. Sus apelaciones a las secuencias espacios temporales dan para varios cursos de verano y la hibridación temática propiciaría alguna que otra clase magistral de toalla y playa.
Endeble y sin aliento el filme se regodea en sus medios sin darse cuenta de que carece de fines. Sabe de dónde viene, con su laberíntico juego de tiempos y espacios, pero no sabe a dónde va. Entre el lifting y el refrito el espectáculo se invade a sí mismo y acaba devorado por su insistencia y reiteración, un cúmulo de atracciones con cronómetro como si estuviese a punto de hacer un récord. El manoseado Golden Gate sirve otra vez de escenario simbólico para la destrucción y el apocalipsis y uno se siente zarandeado por tanta eficiencia insulsa. Todo es correcto pero superficial. El maquillaje sobre la saga impide cualquier riesgo. Tras la epidermis de vulgaridad no hay oscuridad, ni parábolas, ni vuelta de tuerca. Génesis no, mímesis. ‘Terminator’ se persigue a sí mismo a refubo de una acción incesante pero plana y unos diálogos muy bobos. Todo es cuántico pero solo de cantidad, de boquilla, de acumulación, de número. Nunca hay serenidad ni enigma. Entre el reinicio, la refundación –al cabo eso es reboot– y la nostalgia, el filme llora por igual sus intenciones y sus capacidades.
Taylor, que se lleva consigo su manierismo televisivo y su actriz de ‘Juego de tronos’, se parece más al dj de una fiesta de temas nostálgicos que un creador con ganas de mostrar su original. Pese a las bromas geriátricas, se trata como en el coche de Carlos Sainz de arrancarlo a toda costa. Schwarzenegger, virtual o cibernético, trata de sacar dentadura y pecho, y todo se vuelve patético. Ni siquiera como tebeo sofisticado puede funcionar este entramado viejuno, aunque no obsoleto, que se marcan unos y otros con cómplice vulgaridad. Hay presupuesto, claro, pero el ingenio, el talento y la novedad no pueden clonarse. Pueden jugar a los tronos con la elección no casual de la protagonista, pero ni la demostración de fuerzas, ni la declaración de intenciones a la hora de acudir al taller de reparación pueden hacernos olvidar que no hay ni química ni alquimia en esta cabalgata reprogramada. Con tanto agujero negro y tan pocas fontanas blancas queda ese aire de simulación permanente. El espacio y el tiempo son inmensos pero la emoción sigue siendo virtual.
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