Tomorrowland: El mundo del mañana
EE UU. 2015. 130 m. (7). Ciencia-Ficción. Director: Brad Bird. Intépretes: Britt Robertson, George Clooney, Hugh Laurie, Raffey Cassidy, Judy Greer. Salas: Peñacastillo y Cinesa
Se apela al entretenimiento pero se cae en la confusión. Este juguete de ciencia ficción familiar es un canto Disney a la necesidad de soñar y a la construcción de utopías, pero hacerlo desde la falta de emoción viene a ser como abrir un regalo de envoltorio espectacular y no encontrarse nada. ‘Tomorrowland’ es un azucarillo de puertas en el tiempo, viajes sobredimensionados y estética de parque temático. Un tobogán sin vértigo, con arquitectura de Calatrava al fondo, en el que se desciende a la velocidad del optimismo y se frena deslumbrados por la pereza y una atmósfera plana, en la que es imposible encontrar una sombra de pasión.
El viaje en el tiempo y el espacio posee esplendor visual y su motor es una intriga que pese a su interés inicial acaba por ser abducida por un agujero negro: el de la reiteración, cierta narrativa rutinaria y cansina y un enredo confuso que acumula ideas y deseos (todos buenos) mediatizados por una carga filosófica que huye del pesimismo. A Brad Bird le sobra talento y eficacia para deslumbrar con el juego visual pero las concesiones al formato disney, una mezcla entre la atracción de parque temático y el letrero luminoso constante que dice «el maravilloso mundo de…», acaba por momificar el imaginario personal del cineasta de esa obra maestra que es ‘Ratatouille’. El mensaje aquí está demasiado subrayado y se roza el moralismo y el buenismo de secta. La planificación, las buenas intenciones, la puesta en escena no están sujetas a los lugares comunes de las franquicias pero la película acaba amarrada por su escasa pasión. No hay coherencia sino demostración de poderío visual, de tal modo que este mundo del mañana se enreda en un laberinto de puertas, trayectos atrás y adelante y futurismos de excursión familiar que dinamitan la fantasía.
La colisión entre la imaginación y el tono, entre la inteligencia de la apuesta y la insustancial y monótona narración privan al espectáculo de alzarse a esos parámetros soñadores a los que apela y reivindica. Esta especie de ‘Minority report’ de pasaje luminoso y familiar, antidistopías, se ve también mediatizado por el exceso de ñoñerías sentenciosas que convierten la aventura y el desafío creativo, valiente y elocuente, en letra pequeña de un manual de instrucciones para la ilusión pueril.
El director de ‘Misión imposible: Protocolo Fantasma’ se recrea en el sentido de la maravilla, aporta la experiencia de sus incursiones en la animación y se ampara en Bradbury y Orwell y hasta logra la genialidad con algún hallazgo de ingeniosa perfección, caso del episodio que transcurre en la torre Eiffel. A lo ‘Chitty Chitty Bang Bang’ pero sin coche uno avanza por el camino de los sueños atrapados en un torbellino interminable. La construcción naif fundamentada en el sueño utópico urbanístico de Walt Disney se parece a un recinto ferial cuyo humanismo se diluye en su confusa pátina de spot de tesis.