El maestro del agua
Australia. 2015. 111 m. Drama. Director: Russell Crowe. Intérpretes: Russell Crowe, Olga Kurylenko, Jai Courtney, Isabel Lucas, Damon Herriman, Jacqueline McKenzie, Cem Yilmaz, Ryan Corr, Dan Wyllie, Deniz Akdeniz. Salas: Cinesa y Peñacastillo.
Entre cierta grandilocuencia y academicismo, ‘El maestro del agua’ está rodado con el piloto automático puesto. Es una ópera prima algo pretenciosa e irregular que pretende ese equilibrio solo reservado para los grandes, como David Lean, entre la épica y lo íntimo, entre la historia pequeña y la historia con mayúsculas. Russell Crowe, como tantos otros actores, ha acabado tentado por la dirección y firma y protagoniza, casi acapara, esta historia de un padre zahorí que busca a sus hijos desaparecidos en la batalla sangrienta y cruel de Galípoli. Un conflicto bélico que ya llevó al cine de manera magistral Peter Weir en el debut de Mel Gibson. Ahora Crowe se estrena en la dirección con este drama rimbombante – a veces cree estar haciendo su particular Doctor Zhivago- confuso y revuelto, que abarca mucho más de lo que realmente puede contar. Entre el tópico y la mala dosificación de factores, géneros y elementos emocionales, ‘El maestro del agua’ se ahoga en un pozo sin fondo en el que caben la memoria histórica, el compromiso, el romance, la reflexión sobre el hombre y su vínculo con la tierra, todo en un ritmo que mezcla la pausa injustificada, la demora que persigue subrayar un estilo, que en realidad no cuaja, o, por contra, la aceleración de los hechos para salir del paso. Entre tanta presumible intensidad humana sobran flashbacks, falta emoción y el filme se enreda en el ego de su autor al que la empresa le viene grande. Superficial y convencional, al debutante Crowe no le hubiese venido mal un poco de humildad y de serenidad. El filme discurre entre la gravedad de los acontecimientos históricos, el perfil biográfico del granjero empeñado en sacar adelante su deuda con el pasado y la escasa fe con la que se cuenta. Subrayados musicales, confusas vueltas de tuerca a las trincheras y las batallas y una superflua y forzada historia de amor, a modo de adorno, para contentar a otros públicos. Hay más mermelada que infierno, esteticismo rutinario que desgarradura, afirmación de narcisismo, que voluntad narrativa. La dureza de la guerra, el drama humano, la retórica sobre reconciliación, perdón y redención pedían más sensibilidad que el caramelo, bien fotografiado, que Russell Crowe desenvuelve con más nombre que carisma. La dimensión épica llega a confundirse con la vanidad del director/actor. Es entonces cuando uno piensa que la oportunidad es evocar el filme de Weir, sin salir de Australia, porque la historia y el cine se merecían algo más que este catálogo que empieza y termina siempre (como un zahorí engreído) en la propia imagen de su autor, pomposo, hinchado, como el material sensible que maneja y nunca llegamos a sentir.