El heredero del diablo
Estados Unidos. 2014. 89 min. Terror. Directores: Matt Bettinelli-Olpin y Tyler Gillett. Intérpretes: Zach Gilford, Allison Miller, Robert Belushi, Kurt Krause. Salas: Peñacastillo
Sin semilla no hay diablo. y aquí el anticristo se anuncia mucho pero no llega ni sobre ruedas ni con demora abisal ni recado celestial. Pretender hacer una película – más bien fabricar en este caso– sin aportar una brizna de originalidad es tan absurdo como fatuo y comercialmente pretencioso. ‘El heredero del diablo’ ni siquiera busca la vuelta de tuerca efectista al manido planteamiento de la concepción del mal, al subgénero del malditismo y a la multirecreada llegada del apocalipsis. Aquí tras este embarazo sorprendente tras una luna del miel olvidadiza, una trama fundacional y un ejercicio gimnástico y desgastado de cámara en mano, el terror viene de la indiferencia, vacío y caligrafía plana que envuelve a la historia de esta pareja con hijo indeseable dentro. Para afrontar el parto literal del filme, como engendro y como creación, es un decir, se necesita una dirección compartida, la de Matt Bettinelli-Olpin y Tyler Gillett, empeñados en que todo resulte desangelado. Ni con fórceps la criatura cinematográfica puede llegar a emitir un gemido. Su atmósfera pesada, carente de ideas, convierte lo inesperado y extraordinario, pilares sobrenaturales de todo relato instalado en lo fantástico, en un catálogo de previsible vulgaridad visual. El diablo no se hace visible ni en el susto, tradicional recurso para marcar el terreno acotado del mal y sus sombras. Es tan inocuo su sentido del miedo que el verdadero pánico no aflora de la pantalla sino de la distracción: uno se pone a pensar en gestores austericidas y gobiernos del recortable y te entra un temblor absoluto. Visualmente hay vídeos virales en la red de redes sociales y antisociales que dejan a este juguete diabólico en el libreto provisional de su falaz nadería. El denominado docu-terror, término solo apto para totémicos tomos enciclopédicos de cinefilia, es aquí una mera fachada esteticista para practicar el ritual de género y el aire de modernidad que huele a naftalina. Una fórmula tan agotada como el propio aliento del filme. Una maternidad paranormal con marido cabezón y ginecólogo díscolo que no pasaría el examen de oposición de enfermería. Si la función, o disfunción, llega a dar pataditas para que las sienta el espectador se debe a la pareja de protagonistas que hace serios esfuerzos por dar credibilidad a la representación de Lucifer. Una invocación de manual para exorcizar el cine un poco, muy poco, con este plato maligno con ajitos de vieja cocina.