Me aterra. Pero no con el temor de otras palabras mucho más duras. No es el miedo trascendente de sinónimos de dolor, enfermedad o tristezas catalogadas. Lo de ‘gratis’ es otra cosa. Es por su efecto de ‘mecha’, su papel de interruptor para encender las bajezas y la pérdida absoluta del decoro. Hace ya tiempo, casi sin querer, a un político con cierto mando se le escapó una frase que no he olvidado. ‘Aquí regalas piojos y vienen a por ellos’, dijo en una conversación inofensiva. Me cuesta reconocerle algún mérito a la frase de un político de ahora, pero es que es una descripción perfecta.
A todos nos agrada una invitación o un regalo. No va de eso. Ni siquiera de ese fenómeno tan santanderino de acudir solo a los bares donde no te cobran (casualmente, lo hacen los que más tienden a poner la vista sobre el hombro) o de asistir a las inauguraciones de nuevos locales porque invitan y no volver más. Tampoco a la extendida idea de no ir a un concierto si exige paso previo por taquilla (he visto a gente arrastrarse hasta por invitaciones para actos benéficos). De eso he escrito ya muchas veces. Hablo de las escenas traumáticas de colas para comer un chorizo o servirse un plato de paella. Fiestas maravillosas elaboradas con entusiasmo. Pero, entre los que desean probar y divertirse, siempre hay alguien que lleva un ‘tupper’ o que se pone tres veces en la fila. Hablo del hombretón sonriente con diez cajas de pizza el día de promoción o del que empuja a un crío en una feria para coger publicidad… Lo hay. Todos lo hemos visto. Engañan, cocean, golpean… Movidos por la codicia absurda de la palabra ‘gratis’. La pizza acabará en la basura porque no hay estómago capaz de acabar con tanta masa. En la misma bolsa que la publicidad de las vacaciones en Malta, la gastronomía peruana y los cruceros que salen de Mallorca. Se estropeará, privará a otro de disfrutarlo, se matará la tripa o reventará de colesterol… No importa. Porque es ‘gratis’. Y el que lo consigue, el que hace una cola de dos horas por una camiseta que se pondrá para dormir o que destrozará para hacer trapos, luego presume y lo proclama. Es tan vil como regatearle un euro a un vendedor de discos de pega. Porque no es por dinero (ojalá el gratis cayera en quien lo necesita). Es otra cosa. Y, si no, ahí dejo la pregunta: ¿cuántos se pondrían a la cola si el plato de paella costara un euro destinado a una buena causa?