Eran partidos maravillosos. Yo quería ser como ‘El Buitre’ y a uno de mi barrio le llamaban ‘Pirri’. El fútbol se jugaba sin reloj y las finales duraban una tarde. Con dos entradas de trastero convertidas en porterías o con dos piedras en un trozo de jardín triangular. Si a uno le regalaban unos guantes ya era el mejor portero de la calle. Se tiraba hasta romper el pantalón. Sólo valía parar para recoger el bocadillo que te cantaban a gritos desde la ventana. Años de recreo y balón. De ver con tu padre por la tele un partido a la semana, de cromos y de acostarse más tarde para no perderse aquel Estudio Estadio con todos los goles del domingo.
Ese fútbol me enamoró. Y soy fiel, aunque me cuesta. Porque para conocer este deporte por dentro hay que tomar un protector gástrico. Y no sólo por el aburrimiento de una Liga tan desigual. Es tan pobre que sólo tiene dinero. Hay motivos que, últimamente, me saltan sobre los ojos y las tripas. Yo entrevisté a Ronaldo y a Romario en la puerta de un vestuario. Ahora hay que llamar a siete intermediarios para escuchar una voz desconocida que te dice que fulanito tiene muchos compromisos. Es noticia durante tres días el protector bucal que usa alguien al que no me gustaría que mi sobrino se pareciese. Ocupa una página entera que un central que no juega se ha dejado crecer el pelo. Es fútbol de cartón-piedra. De escenario, de fotos sin camisa a golpe de abdominal, de anuncio de natillas y gomina, de tatuaje, de cámara oculta…
Fútbol que repite siempre la misma portada. Que dignifica a periodistas que parecen escribir editoriales en la barra de un bar. Que crea mitos preocupados por depilarse las cejas. Fútbol mediático de polémicas absurdas. De comisiones, tragones y fanáticos.
Es el fútbol de las botas de colores. Yo siempre me compré las más baratas. Y me duraban más que las de ahora.