De niño, el cumpleaños no llegaba nunca y el final de las vacaciones era tan triste como el ocaso del sol en el eterno Verano Azul. Aunque en los Escolapios pasé horas que nunca olvidaré, entre las aulas de Canalejas la Navidad se hacía esperar tanto como esos días que nos daban en carnavales. El tiempo es lento a una edad en la que se aspira a tener otra mayor.
Algo ha cambiado. Los anuncios de la ‘vuelta al cole’ de El Corte Inglés me siguen despertando resquemor. Es algo así como una ansiedad acumulada, similar a lo que los medios están creando con la gripe A, que va a matarnos de estrés y de miedo más que de fiebre. Odio esos anuncios de niños sonrientes con abrigos, bufandas y carpetas nuevas. Pero el otro día, plantado ante una de esas fotos me sorprendí deseando que terminara un verano que pasó volando. «Sí, hombre, si no fue hace tanto… Hará un par de años o tres», le dices a un amigo de tu quinta al recordar esa cena que acabó con sol. Y han pasado diez. Sentí ganas de invierno y de rutina. De menos gente por el centro y caras conocidas. De hacer de jornadas iguales, días diferentes.
La edad cambia el concepto del tiempo (como pasa con los plazos y las preferencias del AVE). Cuando dejaba la mochila con los libros tirada en el suelo y escuchaba a mi madre reñirme para que me quitara los zapatos al entrar en casa, sólo pensaba en sentarme a comer ante la tele. No hacía caso a esa voz que hablaba de la cena de nochebuena en octubre. «No ha acabado el verano y ya estamos en navidad…», se oía. Faltaba un mundo que se ha esfumado.
Los meses tienen los mismos días, pero se sienten distinto. Ahora Bolt galopa por el calendario. Tal vez la madurez consista en saber aprovechar un bien escaso y atrapar muchos minutos en el saco de las cosas importantes. «Un día más», dije ayer al llegar a la oficina. «O menos», me dijeron.