Ahora que las conversaciones con el taxista y el camarero están pobladas de manguis, especuladores, listillos y analistas culpables de este embrollo (con el permiso del fútbol, que no da mucha tregua), una breve charla camino de la barra de un bar provocó el cortocircuito. Uno de esos encontronazos céntricos tan santanderino tuvo la culpa. Yo salía de trabajar y tomé el camino de la caña y el pincho. Ella, una buena amiga, también terminaba jornada, pero su destino era otro. Me contó a la carrera que tenía prisa, que se pasaba todas las semanas por no se qué centro a acompañar a personas sin hogar durante unas horas. Así, sin darle importancia.
Nunca me lo contó antes (y nos conocemos desde hace ya años), lo que me garantiza la escasa publicidad del acto. Más mérito. Y no les hablo de uno de esos admirables luchadores por el planeta, ni de una misionera entregada a la salvación de los cuerpos y las almas, ni de un cooperante que vive de proyecto en proyecto… -todos francamente loables, por cierto-. No. Alguien de andar por casa. Alguien que me recordó historias similares que he ido recopilando y que, tras esto, puse juntas. La de un abogado discreto que defiende a los que no tienen defensa (no porque no la merezcan, sino porque no la pueden pagar), la de un profesor de inglés con alumnos entre rejas o la de alguien muy muy cercano que cobró un buen dinero que no esperaba y, de camino a casa, dejó la mitad en la gorra de uno de esos desgraciados (en el sentido de desgracia y no en el peyorativo) que piden lo que sobra en el Paseo de Pereda… Gente admirable de verdad que no sale en los periódicos.
Yo, que me limito a dejar el euro en la funda de la guitarra de mi cantante favorito (si Sabina lo conociera…), respondería que sí, que muy bien, pero que lo siento mucho, que no tengo tiempo. Y no es que no lo encuentre. Es que, por desgracia, no se me ocurrió buscarlo.