Navego últimamente en mis paseos entre la preocupación y un cierto toque de melancolía. La crisis afecta al bolsillo, pero también a la atmósfera. Y se traslada al ánimo. Se multiplican las palabras pesimistas, sabemos de economía más que nunca (malo por lo que significa), en toda charla sale a relucir un amigo que las está pasando… Paso a paso, en las caminatas que suelo darme por las cuatro esquinas de Santander cuando necesito respirar de espíritu, crece la impresión compartida de que esta crisis rompe tantas ilusiones como bolsillos. Alguien me dijo hace poco que tenía la sensación en su trabajo de que todo lo hecho hasta ahora no sirve de nada. Lleva diez años en la empresa. Y siempre ha cumplido. Eso es muy serio.
Sin embargo, hasta esta línea de texto no añado nada que usted, lector, no sepa o, lo que es peor, no sienta. Tampoco si digo que, para colmo, el que más sufre esta histeria colectiva de los números es el menos culpable de su existencia. No pinta bien. Es evidente.
Pero un texto convirtió mi melancolía en cabreo. “Los diez consejos para sobrevivir a la crisis”, decía. Allí leo recomendaciones tan útiles como “una cena en casa con los amigos puede ser tan divertida o más que un restaurante” o, mejor aún: “en tiempos de crisis, no hacer mudanza, no es momento para hacer grandes gastos o cambiar de moto”… “Acuérdate de que puedes llevar los zapatos al zapatero”, remataba la lista, que invita a acudir al cine el día del espectador. Brillante. Genial. Gracias, gracias, gracias…
Señor consejero y familia: Estoy en crisis, pero no soy gilipollas.