Los libros de viajes rara vez incluyen los regresos. El camino de vuelta. No suele haber capítulos para esa parte de la aventura que parece morir al cerrar la cremallera de la mochila. A mí me gusta irme, pero también volver. Van en el mismo lote de la experiencia. Y tengo liturgias de ida y vuelta cuando paseo por la bola del mundo. Liturgias con los cinco sentidos. Me gusta ver Santander desde el aire y jugar a reconocer por la ventanilla del avión. Esa playa, ese monte, Peña Cabarga, Liencres… Cuando vuelves a bordo del Ferry, todavía lejos, una legión de gaviotas y cormoranes aparece como un pelotón de bienvenida con pista de despegue en Mouro. Vista. Al oído le dejo alguna canción de Enrique Urquijo o de Quique González mientras voy sacando la ropa sucia de la maleta y abro las ventana de la cocina para airear la casa y ver si han sobrevivido las plantas. Ahí juega el olfato, porque abrir la bolsa es revivir los aromas de lo que fue un destino. Pocas cosas son tan evocadoras de algo o de alguien como lo que se cuela con fuerza por la nariz.
El gusto es muy personal. Mi manía sabe a tortilla de patata. Llegar, ducharme, ponerme pantalones cortos (cuando los llevo tengo la sensación de vivir en vacaciones) y bajar andando por el Parque del Agua o por La Alameda a alguna de las barras que no fallan nunca. Es el pincho de después y sabe a gloria. Tengo sincio (una de esas palabras propias por partida doble: porque es muy de aquí y porque la usaba mucho mi padre) casi desde que me marcho. El primer bocado sabe a regreso, a casa, a tierra… Cosas de un tipo maniático que siempre comía un pincho después de poner el último punto a cada examen en la universidad.
Luego llegan los otros retornos, con los sentidos ya muy mezclados. Ir a comer a casa de mi madre, ver a los amigos, recorrer el centro y seguir andando hasta El Sardinero por Reina Victoria, tomar copas en Cañadío, los recados pendientes, la tarde en el sofá… Los viajes que hay dentro del viaje. Y últimamente ando algo obsesionado con seguir viajando sin marcharme. Con eso tan manido y tan abandonado de ser turista en tu propio lugar. Porque parece increíble que un viajero extraño conozca los rincones que se le escapan a un vecino. Y en Santander (como en todas las ciudades) siempre hay lugares pendientes. Hasta tesoros. Ella se asombró como yo con la biblioteca del Trinity College y sus filas de conocimiento. Mágico (y no porque fuera escenario de algunas escenas de Harry Potter). Muy recomendable. Paseó entre los bustos blancos de los sabios y se hizo fotos junto a la escalera forjada de caracol después de asomarse a la vitrina del libro de Kells. Luego paseamos por St Stphens Green y estaba tan cansada que se quedó dormida en un banco. Fue Dublín, pero también Santander un sábado por la mañana. Está feo eso de comparar (no es comparable, ni mucho menos), pero más perderse la vista cercana de otra biblioteca que está aquí mismo. Por eso volvió a asombrarse con la sala de Don Marcelino, en pleno centro. Con la explicación de la vida del sabio, por su afán por recopilar conocimiento y con el lugar donde descansa su legado. No cuesta dinero y la mujer que nos abrió la puerta (las visitas son de lunes a viernes) nos explicó los detalles con el encanto de las cosas que se sienten. Luego visitamos la casa de los Menéndez Pelayo y nos fuimos de allí sabiendo algo más que cuando entramos. Fuimos, como si formara parte de la liturgia de un viaje de vuelta, a comer un pincho de tortilla…
PD. Faltaba el tacto entre las costumbres del regreso: coger la mano a la persona que más me echó (y eché) de menos en el último gran viaje. Si alguien espera nunca se viaja solo.