En el Mercado Central aprendí que a los mejillones allí les llaman ‘choros’. Hice la broma española de los ‘ostiones’, que se vendían por todos los puestos. Luego, después de recorrer pasillos de montañas de hielo y de ver pescados tan frescos que parecían silbarme, hice cola para conseguir una mesa en Donde Augusto. Allí mismo, sin salir del recinto. Lleno de turistas y de curiosos que pululan entre señoras con bolsas, dependientes con prisas y aprendices de oficio. Comí ‘locos’, que me supieron a gloria. Saqué fotos, como los japoneses, que ven el mundo a través de una pantalla diminuta pagando una barbaridad. Y, en la mesa, pasé el rato con ese ejercicio tan fantástico y tan poco usado que es mirar. Porque un mercado, sea el de Santiago de Chile o el de cualquier rincón del planeta, es uno de los mejores observatorios de la cultura y de la vida de una ciudad, de un país. Después de aquello he repetido ejercicio en Atenas, en Estambul, a orillas del lago Baikal (Siberia), en Hanoi… Allá donde voy busco un mercado. Y siempre encuentro viajeros.
La lonja de Castellón está en el apartado de Turismo de la web del Ayuntamiento, La Boquería es un reclamo en Barcelona y el Mercado de San Miguel –aunque le han vaciado de lo que es de verdad un mercado- es ahora un punto de esos de ‘quedamos a las ocho’. El concepto vende. La pesca, la subasta en directo al amanecer, los puestos, la llegada de los barcos, la cocina en directo… Pero aquí, en Santander, da la sensación de que eso no se ha cuidado mucho.
Y no será por Mercado o por Barrio. La Esperanza es un templo laico de la rutina santanderina. Del acento de Puertochico, del pasado de los vendedores que bajaban andando desde Cueto, de las especies singulares del Cantábrico. Yo aprendí lo de los choros y ellos aprenderían lo de los bocartes. Por no hablar de un edificio espectacular, con aire sublime y callejero. No sé de arquitectura (aunque ese edificio tiene valor), pero sí de cómo se mueve la vida y de que esas cosas gustan al visitante. Como le gustaría un Pesquero que no se desconchara por las paredes y que no fuera un símil tan fácil de esas barriadas que las ciudades parecen querer esconder. Como un cuarto trasero. Hay restaurantes, sí (buenos, por cierto). Pero no sólo es eso (ya les pusieron trabas para asar las sardinas junto a la puerta). Son las calles bautizadas con los nombres de los personajes de Sotileza. Es ver cómo descargan los barcos. Cómo les arreglan en la rampa. Es, con algo de imaginación, un parque temático de la vida en directo.
No quiero otro Mercado del Este (que está bien, pero no hablo de eso). Hablo de fomentar la visita al Mercado de La Esperanza sin que pierda su esencia o de lavarle la cara al Barrio Pesquero y enseñar a través de él la historia de los pescadores y su mundo. La historia, en definitiva, del Santander del mar, que no se acaba en Puertochico.
Nota: Hace unos días, un grupo de cruceristas tenía entre sus visitas organizadas un paseo por el Mercado de La Esperanza. Era un crucero gastronómico. Me gustó saberlo.