Mi manual de pequeñas terapias está lleno de cosas sencillas. El albornoz al salir de la ducha cuando hace mucho frío, el té de manzana que aún queda en la bolsita que vino de Estambul, ‘Love actually’, ‘Mejor imposible’ o ‘El hijo de la novia’, tocar la piedra del lago Baikal que llevo en un bolsillo o dormir una siesta con la manta más vieja que recuerdo en el sofá de casa de mi madre. Un catálogo de remedios caseros para los días en que son necesarios. Son ñoños, pero son míos (o sea, que me importa un bledo lo que otros piensen).
La música es esencial. ‘Sea’, de Jorge Drexler, suena en las encrucijadas. En los cambios de ciclo de mi biografía. Cada uno tiene las suyas, encrucijadas y canciones. Hoy la he escuchado. Esta misma mañana. Y poco después me he encontrado por la calle con Mario San Miguel, una de esas personas que te tocan y ya te hacen sentir mejor. Hay gente así -y gente tóxica, como dicen en un libro que no deja de venderse-. Con don, con energía…
Hay, incluso, gente que hace ese trabajo a diario. Tomo el café y el pincho cada mañana en una cafetería del centro que, ni siquiera, me pilla a mano. Quedo con un par de amigos y hablamos, más que nada, del Comunio (sí, yo también). Pero voy, sobre todo, porque desde la barra me dicen buenos días y me preguntan cómo estoy. Porque me reciben con una sonrisa y me despiden con buenos deseos. Porque me sirven el mediano sin pedirlo y le meten una sonrisa junto a la sacarina. Y eso no tiene tarifa. Sus jefes han subido el precio del desayuno y no me importa. Hasta eso, ellas (las camareras de este local) lo saben decir con el mejor tono. Está lleno siempre y no me extraña. Todos buscamos lo mismo. Sentirnos a gusto, que nos hagan sentir cómodos en mitad de ciudades cada vez más impersonales. Repetimos donde ocurre al tomar el café, beber un gintonic, cortarnos el pelo o comprar pantalones. Y eso, en este Santander, no siempre es fácil. Aún hay comercios donde parece que te hacen un favor cuando tú compras y ellos venden. Hosteleros (o camareros que contratan) que te lanzan el plato y te escupen un morro torcido. Malas caras.
Bastante jodido está ya todo como para tener que aguantar algo de eso… No vuelvo a los sitios donde no me siento bien tratado. Gracias y hasta siempre. Pero repito -y perdono los fallos- donde me tratan bien. En los días que necesito escuchar ‘Sea’ o ponerme el albornoz porque tengo frío por fuera y por dentro, me ayudan a sentirme mejor. Y en el resto -por suerte la mayoría-, también.