Era el principio de casi todas las cosas que importan. Al menos, a esos años. El paréntesis para volver al colegio algo más alto y con ropa nueva, para la Vuelta y el Tour (por España, por Francia y por el vecindario), para los partidos que no terminaban nunca, para la serie de las tres y media y hasta para las chicas cuando empezaron a ser importantes… Para las vacaciones, que duraban tres meses. Porque empezaban, de verdad, después del fuego, de la hoguera, que hacía arder los coloretes de los niños de barrio como yo.
Ha pasado San Juan y se me ha llenado la casa de recuerdos. Porque vivo en el mismo barrio (aunque no sea en la misma casa), pero ya no huele a humo en la noche más corta. Bajábamos a por maderos por un terraplén que ahora es parque. Limpiábamos la casa de los periódicos que estaban debajo de la mesa de la cocina. Hacíamos el agujero en la tierra y plantábamos el palo más alto, el más gordo. Era una escuela de trabajo en equipo. También de liderazgo. Hasta de tolerancia.
Como de crío siempre se tiene prisa, antes de la hoguera, con tanto tablón, siempre acabábamos construyendo una caseta. Pasarse horas allí dentro, incómodo, entre cartones, no tenía ningún sentido, pero aquello era mejor que una estancia en el Caribe. Yo era de balón, mucho, y –no me quedó más remedio que aprender para no quedarme solo- de bicicleta. Una tarde eras Mike, el bueno de V, y otra Perico, demarrando en el Tourmalet que era la cuesta de Susanor. Y, al siguiente, Villacampa, metiendo triples en el neumático del columpio.
Con cinco duros eras el rey de la tienda de Fermín o el del quiosco de la carbonería. Un Pirata, puro hielo rojo. O el flash, que ya descongelado no era más que agua sucia (pero que rico…). Uno era feliz si conseguía ser el primero en pisar la calle cuando terminaba El coche fantástico. Luego volvías, ya cuando se hacía de noche, lleno de mierda porque habías ganado en ‘a ver quién cae el mejor’…
A la hoguera bajábamos todos. Y los que no podían, se asomaban a la ventana para verlo. Se discutía si las antorchas tenían que hacer su trabajo a las once o a las doce. Todos los años. Era un fuego sin permiso. Porque lo único que había que vigilar es que los de la Pista no te la hicieran arder antes (y ellos, controlarnos a nosotros, los de la Bolera). Éramos amigos, pero en el amor, en el fútbol y en San Juan esas cosas no cuentan. Todo el mundo lo sabe.
Digo demasiadas veces que ya no se juega en la calle. Cuento demasiadas historias de mi barrio y de mis amigos de infancia. Soy un joven viejo. Demasiada nostalgia y azúcar. Sí. Pero, ¿saben? Me gusta que no se me olvide todo aquello y me gusta contarlo.
Feliz verano a todos.