O soy un tipo raro o empiezo a parecerme a Antena 3 con Los Simpson por aquello de poner en verano la enésima repetición del especial Halloween y en primavera el episodio en que Homer se lleva todos los regalos de navidad. Porque las fiestas han pasado y, justo ahora, cuando todos se obligan a pasar página y a bajar tripa, es cuando pienso escribir sobre ellas.
Y todo por un click, porque está aquí mirándome tan fijamente como sólo un muñeco puede hacer. Ahora los llaman los Playmobil o los Famobil, pero para un hijo de los setenta son clicks, el juguete que destronó a los Argamboys como el cangrejo americano se cargó a la legión española en los ríos (o como el Geyperman se cepilló al Madelman). Fui a hacer de Rey Mago y acabé, a los 36 años, volviendo a pasar por caja para comprarme uno. ‘Sin papel de regalo, que es para mí’.
Seré un nostálgico, pero al mirarnos fijamente el click y yo recordé las navidades de verdad. Porque las únicas navidades ciertas son las de un niño. De entrada, hacía más frío y mamá me compraba unos zapatos Kickers que eran para encargar a Baltasar, pero que extrañamente me encontraba guardados debajo de su cama. Pasábamos por Capri, la heladería, que marcaba el inicio de las fiestas cuando, allá por noviembre, se transformaba en tienda de juguetes. Porque existían las jugueterías -y los cines- en el centro… Por Lealtad había barquilleros y en Juan de Herrera se vivía una experiencia que ahora sólo podría compararse con la de una adolescente pecosa que se cruza con Justin Bieber. La foto con los Reyes era un tesoro. Y allí estaba yo, con la cazadora heredada de mi primo el mayor, el flequillo de una España recién democrática y unos papos dignos del verano azul de Tito. Feliz con un pastel de nata de Gómez y deseando volver a mi barrio para bajar a jugar a la calle.
Eran semanas de ‘Me lo pido’ cuando jugaba con mis hermanos a los anuncios y salía cualquiera de juguetes. Cantábamos la canción de El Almendro -la antigua, la de ‘se ha llenado de luces la ciudad…’– y flipábamos al saber quién era el famoso del año que brindaba con Freixenet. Porque todo nos sorprendía más. Tal vez porque el lechazo y los langostinos eran de esos días y de pocos más. Tal vez porque la BH California era el regalo más increíble al que uno aspiraba. Tal vez porque jugábamos con otros niños sin pantallas de por medio. Tal vez porque los árboles no eran minimalistas y se recargaban hasta los topes de espumillón y de adornos viejos que se guardaban envueltos en papel de periódico. Tal vez porque en Nochevieja sólo había un canal que ver (Sabrina, Martes y Trece…).
Yo di el coñazo como sólo un niño sabe darlo. Y me costó años, pero los Reyes, que en micasa se bebían un vaso de Vichy Catalán y dejaban una gradabación en cassette en la que se oía hasta cómo abrían la ventana, me lo trajeron. Aún pongo la voz del anuncio cuando cantaba lo de ‘cafetería fabrica pastas, para modelar la buena pasta…’. Y me duele no encontrar ese anuncio en el Youtube. Me lo trajeron, sí. Mi padre tocó la campana, abrimos todos juntos (los seis) la puerta del salón y gritamos “¡hala!’ alargando mucho las ‘aes’. Como todos los años. Mi padre sí que era un mago y aquello sí que eran navidades…