Tengo nostalgia de un jueves por la noche. Quedar con Julio para tomar una cerveza que nunca se terminaba. Luego, a un mexicano que ya no existe, y llegar a casa a punto de amanecer sin saber de quién era el teléfono apuntado en un papel arrugado del bolsillo (y sin saber si era un cinco o un seis el último número). Hipólito, su hermano… La pandilla del jueves noche, de la mejor noche.
Dicen mis amigos que he salido más que el camión de la basura (la frase es de Leo Harlem, creo). Tienen razón. Me ha tocado ser demasiadas veces el encargado de responder a una pregunta cargada de nocturnidad: ¿Dónde vamos ahora? Y no solía fallar. Pero, de todas las salidas, me quedo con las de los jueves cuando el cuerpo no me pasaba demasiada factura al día siguiente. La justa. La merecida. Era la fecha de los especialistas, de gente que sabía salir, de habituales (que, por entonces, éramos muchos más que ahora). Por eso, el ambiente era tan especial, tan distinto al ‘tren playero’ de los sábados, a la ‘marabunta’ con urgencias por beber y por divertirse. Hasta para eso, las prisas son malas compañeras. Te sabías la ruta, el bar y su hora buena. Las camareras te invitaban a una copa porque sabían que pedías tres, que entrabas y salías, que volverías con alguien nuevo el jueves próximo…
Me dice un amigo que sabe de hostelería con la luna que en un bar de aquellos tiempos trabajaban dos porteros (que te llamaban ese noche por el nombre de pila), tres camareras y un pincha en el cuarto día de la semana. Ahora ya no abre y, si cuadra por las fechas, un camarero sube y baja la persiana sin compañía. Algunos hablarán de la crisis, otros del precio de las copas… Y a nadie le faltará algo de razón, pero el jueves noche murió antes de eso porque el hábito se fue quedando en casa. Murió, como tantas cosas. Como la calle Panamá, como la discoteca del fondo de El Sardinero (La Real, Línea de Playa). Cosas que recordamos los que sabemos que el Kudeta fue Pachá, No y Pentágono. Que El Divino fue antes Covent Garden y que recordamos la hora de los lentos en el Swing (ahora Indian y antes BB2). Los que pasamos vergüenza antes de pagar veinte duros en la puerta de la sesión de críos del Amarras y pisamos aquel experimento llamado Aqua y Driza (la pirámide de Raos).
Sí, he salido mucho. Por eso sé que la noche en Santander se ha vuelto, en general, decadente. Con excepciones (que me encantan), a las que voy menos que antes aunque siga dejándome caer algún jueves para mitigar la nostalgia.
Será que ya soy muy mayor.