Dice mi hermano que cada vez hay más gente que habla sola por la calle. Que si te fijas es muy llamativo. Me estaba esperando en la puerta de un banco, el patíbulo del drama para los que se ríen con sorna de los brotes verdes. Pequeños desquiciados que sienten en la nuez la apretura de una soga de números rojos. Caminan por el asfalto como idos. Buscando soluciones imposibles. Hablan con sus fantasmas y callan y agachan la cabeza cuando en casa las frases empiezan por “cómo”.
En paralelo, me cuentan el programa de la reunión de trabajo de un organismo público cántabro. Hospedan a los asistentes en un cinco estrellas de esos en los que entran en la habitación para abrirte la cama. Después de la dura sesión, cena en un restaurante con estrella Michelín y, al día siguiente, otro homenaje gastronómico sin menú del día. A groso modo, el medio día en Santander sale a unos 400 por barba. Paga la Visa de la nación.
Juro que huyo de la demagogia. No soy de los que dice que la crisis se soluciona con menos coches oficiales o de los que se dejan engañar con gestos toreros de congelación salarial de buscavotos. Más aún, no diré -aunque lo piense- que, para hacer lo que se hace, se necesitan menos manos pagadas con el dinero del apartado de retenciones (si sumo desempleados y funcionarios no me salen las cuentas del empleo). Ni siquiera apelo a la sensiblería de la cola del paro.
Pero no puedo contenerme. Busco con toda la moderación que me sale de dentro el lugar adecuado para colocar en este artículo palabras como bochorno, despilfarro, vergüenza… Algo parecido a ese sonrojo que se siente cuando sacas la tarjeta para pagar la cazadora de marca en las rebajas y hay un “tirado” en la puerta de la tienda con la mano abierta. Es injusto.
La diferencia es que no disparo con pólvora ajena. Yo gasto de lo mío. Ellos no.