El comentarista está agazapado, al acecho. Aparece de pronto con su frase. No puede contener su caudal participativo. Los hay de muchos tipos.
Está el comentarista negativo, especimen presente en cualquier ámbito laboral. Ese que, ante cualquier propuesta, entona al segundo un «es que eso no…», un «no se puede…» o el típico «eso no vale porque…» (que, traducido, significa: ¿para qué voy a mover yo un dedo por intentar hacer algo?). Son de los que odian al que propone soluciones que se salen de la cómoda rutina. Decía Buenafuente que junto al inventor de la rueda había uno que soltó: «Bah, ¿eso ‘pa´qué’?». Pues eso.
El aguafiestas se encarga de pisar la ilusión. Que te acabas de comprar coche: «Pues un amigo mío tuvo ése y le salió fatal». Que estrenas abrigo: «En cuanto se te moje…». Que cambias de móvil: «No tiene radio, ¿no?». Son los mismos que preguntan: «¿Y cuanto te ha costado?». Una mezcla de envidia y mala educación.
Luego está el ‘nópero’. Da igual que esté rodeado de expertos en una materia y él no tenga ni idea. A cada intervención añadirá un «no, pero…». Suele ser gente con algún tipo de complejo que necesita hacer demostraciones constantes.
El gracioso -el que asume ese papel- no puede dejar pasar una. Cuando el ingenio se convierte en obligación, la chispa se transforma en incendio. El otro día, en un pequeño bar de mi barrio, tuve que dejar de ver un partido porque un tipo lanzaba gracias por minuto. Bien nutrido de vino a granel. «A éste no le dejan hablar en casa», dijo alguien cuando el comediante fue al baño.
Y, por último (porque no me caben más), el listo. En el cine sacan todo su potencial. Tengo imán y últimamente siempre se me ponen cerca. «Le mató», te sueltan en alto tras oír el disparo. «Es el asesino», deducen bien fuerte antes que nadie. «¿A qué ahora le…?». «Joder con el comentarista», solté la última vez. Lo siento. Me salió del alma.