Este trozo de papel en blanco supone un reto al que debo enfrentarme. Un reto que me han planteado varios lectores que tuvieron la cortesía de dedicar su tiempo a leer los anteriores textos. Me piden una gota de optimismo en este mar negro de las esperanzas. Dicen que me notan triste en las letras. Puede ser…
Necesito ayuda. De entrada, me obligo a no ver el telediario y a pasar con los ojos cerrados por la oficina de empleo que hay cerca de mi casa. «Utiliza tu imaginación, no para asustarte, sino para inspirarte a lograr lo inimaginable», leo en el Google tras escribir «frases motivadoras» como clave.
El Google. El pozo de la sabiduría del siglo XXI. Le hago caso. «Nunca se ha logrado nada sin entusiasmo», decía Emerson. Tal vez vuelva a pasar por la cola del paro con ésto escrito en una camiseta. Persevero gracias a otra sentencia lapidaria: «Es duro fracasar en algo, pero es mucho peor no haberlo intentado». Lo intento. Voy a ser optimista. Fundaré un partido político en el que no admita a aquellos que, de entrada, siempre dicen que no. A la comparsa del “no se puede”. «Lo que no sirve de nada es lo que no se hace», escribiré en los carteles.
Para terminar este alegato contra la desilusión de un poco ilusionado tengo que apoyarme en algo contundente. «Somos dueños de nuestro destino, capitanes de nuestra alma». Lo dijo Churchill, el de las promesas de sangre, sudor y lágrimas cuando caían bombas sobre Londres. Ahora que no caen bombas, tal vez debamos pensar que despertarse es ya un motivo para ser optimista.
Y es que mañana, por suerte, puede ser un día mejor.