A José Antonio le entran ganas de ir al baño en pleno centro de Santander. Lo intenta en un bar y no puede ni entrar. En otro tampoco, ni en otro, ni en el de más allá. Por fin accede a uno, se dirige al servicio y tampoco consigue entrar. Los bares no están llenos ni los urinarios ocupados. Pero José Antonio va en silla de ruedas. Tendrá que apañárselas para hacer sus cosas escondido entre dos coches con el hueco suficiente o aguantarse hasta que no pueda más. Y eso no es agradable.
Más o menos así empezaba un reportaje que me tocó escribir hace tiempo sobre un curso de accesibilidad. Una de las actividades del programa consistía en subirse a una silla de ruedas y salir a la calle. No llegó a cien metros lo que fui capaz de recorrer sin frustarme. A cada golpe de rueda, me encontraba con un obstáculo insalvable. Para mí era un ejercicio de cinco minutos, para personas como José Antonio, una cadena perpetua. Y digo personas con toda la intención. Personas a las que le gusta tomar el sol, salir a la calle, pedir un café, hacer compras, visitar a los amigos, ir al cine, cenar en un restaurante y a las que les entran ganas de mear en el momento más ‘oportuno’ –y perdón por la vulgaridad, pero pretende enfatizar el mensaje–.
Por eso, –por recordar aquel reportaje y aquel ejercicio– le debía esta Marea a mi amigo Roberto del Pozo, uno de los responsables de aquel curso. Roberto es un luchador, un tipo empeñado en que las cosas pueden ser mejores y con intención de cambiarlas desde su silla. Un emprendedor que afronta la vida con un par (y vuelvo a pedir perdón). Ahora lo intenta desde el Ayuntamiento de Santander y si la burocracia se lo permite hará de la capital un lugar apto para todos los públicos. Se lo debo a él y, en general, debemos a toda esta gente ponernos en su pellejo durante cinco minutos.
Sólo piensen en algo tan cotidiano como tener muchas ganas de ir al baño y no poder.