Se levanta a las siete y María Daniela, la asistenta colombiana que limpia en cuatro casas de Valdenoja, ya le tiene preparado el desayuno y el equipaje. Y es que cuando sale de casa, Pablito, de ocho años, parece que se marcha de expedición a Madagascar. Menos mal que la tía le compró por su cumple la mochila con ruedas (las tías siempre regalan lo que los padres les dicen –y los hijos no quieren: ropa, complementos… Nada de juguetes–). Y es que la mochila pesa. Y tanto que pesa…
Pablito es uno de esos niños que, como tantos hoy en día, se convierte en esclavo de las frustraciones de sus padres. Porque papá es un tío normal, que disfruta tomando cañas y viendo la tele. Con un buen sueldo, pero sin demasiadas pretensiones. Pero ‘su’ Pablito no será así. Pablito va a un colegio de pago y se queda en el comedor porque después del almuerzo tiene clase de inglés antes de la lección de la tarde. Al salir, se queda en el entrenamiento de hockey, pero se tiene que ir antes porque no llega al Conservatorio para el solfeo. Antes de la cena hace los deberes y se mete en la cama bien prontito. Ya llegará el finde para descansar… Éso si las clases de pádel, el partido de hockey, la piscina y el curso de vela le dejan un rato.
Pero Pablito tiene libre el domingo por la tarde, día en el que papá, como premio, le deja enchufarse cuatro horas a la ‘Game Boy’. En ese ratito, la abuela le interroga y Pablito no hace mucho caso. La abuela insiste y, esta vez, le pregunta cuál de las actividades extraescolares le gusta más. «No sé, pregúntale a papá», responde sin apartar los ojos de la pantalla.
Tal vez en unos años, Pablito se quede parado mirando su mochila en alguna de las cuestas de Santander. Verá los libros, el palo de hockey, la pala para el pádel, la flauta, la ‘Game Boy’, la toalla, el bañador… Y puede que se pregunte por qué narices se apuntó a todo eso. Y lo peor es que sólo se le ocurrirá buscar respuestas en Internet…