Si pusiésemos en línea todo lo escrito este año en torno al Racing tendríamos un camino de papel más largo que el de las baldosas coloreadas del Mago de Oz. Y algo de eso hay… De sueños, de maravillas, de cuentos, de historias fabulosas… Pero no quiero ser reiterativo. Prefiero, con su permiso, contar una historia.

Hace un par de meses tuve un mal día (tengo muchos, pero no es el tema). Las jornadas que se me cruzan suelen tener un mismo desenlace. Me encierro en casa, cojo el pijama más viejo del armario, escucho las mismas canciones una y otra vez, abro el cuaderno de las intimidades y, sobre todo, me pego un atracón de esas ‘delicias’ que una dietista me prohibiría. Entre otras cosas, en mi menú nocturno anti disgusto figuraba una pizza de encargo.

Marqué un número que ya me sé de memoria e hice un pedido con todos las extras posibles. En media hora, listo para contrarrestar mi mala leche. Tal vez por la música o por concentrame en un papel sin destinatario perdí la referencia del tiempo y el timbre me sobresaltó. Sin darme cuenta, abrí la puerta con las pintas más curiosas del mundo: un pantalón de pijama enorme que se me cae, una camiseta con un dibujo del año 96, unas zapatillas con ‘aire acondicionado’…

No sé –y poco importa– si el repartidor se fijó. Era un chico sudamericano. Un currante buscándose la vida como tantos. Me entregó el pedido, le pagué, me dio las gracias y casi en el momento de cerrar la puerta me dijo con una sonrisa de ésas que no se pueden fingir: ‘Ojalá el Real Racing se meta en Europa’. Nos dimos la mano y se me olvidaron todos los males.

Alguien llegado de muy lejos era feliz con mi equipo, veía los programas que hacemos por la tele y deseaba como yo vivir el sueño. Éso es lo que ha conseguido el Racing. Ahí, pegado a la puerta, con la caja de la pizza en la mano y con el viejo pijama de las noches más tristes, lo entendí todo.