La gente que trabaja conmigo y que me aprecia me han sugerido otras formas de asumir las responsabilidades, de poner mas distancia, pero yo soy Nacho Diego, el mismo que fui en el Ayuntamiento de El Astillero. Allí aprendí que hay que hacer frente a los problemas, que la gente confía en quien pone la cara a los problemas. Tenemos el mejor Gobierno para sacar adelante los objetivos que los cántabros compartimos. Estoy orgulloso de ellas y de ellos».
Las reflexiones pertenecen al presidente del Gobierno de Cantabria, en una amplia entrevista concedida a este periódico en junio, en el ecuador de la legislatura. Ilustran, en primer lugar, su tendencia a gobernar con rienda corta, a delegar más bien poco, justo lo contrario de lo que tantas veces ha presumido su antecesor, Miguel Ángel Revilla, de otorgar plena autonomía a la gestión de sus consejeros, una confortable ignorancia cuando vienen mal dadas. Las palabras de Diego son también de lealtad a su gente, proporcional a la inquina hacia los enemigos políticos. Entre una cosa y otra se explican sus resistencias a remodelar el Gobierno, como le piden desde fuera y a veces desde dentro del PP. Pero el jefe del Ejecutivo insiste en que el mismo equipo con el que acometió el ajuste de la primera fase de la legislatura será el que le acompañe en la fase de crecimiento que necesita de aquí a las elecciones. Total, él será quien tome las decisiones.
Ignacio Diego redujo de diez a o ocho las consejerías del Gobierno de Cantabria y ni siquiera la larga baja por enfermedad de la titular de Presidencia y Justicia, Leticia Díaz, ni la inminente maternidad de la de Economía y Hacienda, Cristina Mazas, le animan a remodelar el Consejo. Tampoco se inmutó cuando Miguel Cabetas, el fichaje estrella que llegó para ser el alto cargo mejor pagado de la Administración, se despidió al año y medio sin grandes logros en su haber. El presidente ha avanzado que sólo hará algunos cambios ‘poco trascendentes’ en el segundo nivel, en el rango que suele corresponder a las personas de confianza de los consejeros.
Pero es que eso no funciona así en el Gobierno regional. El ejemplo es reiterado: un alcalde o un periodista se interesa por los detalles de un proyecto turístico, cultural o patrimonial del que el consejero de turno resulta que no sabe nada hasta que termina enterándose de que el asunto lo lleva un director general o un asesor directamente conectado con el presidente. Silencios incómodos, caras de póquer, trances difíciles que, en todo caso, van en el sueldo de un cargo asumido voluntariamente. O sea, hay que aceptarlo o marcharse.
Lo bueno y lo malo
En esa gobernación personalista, Diego capitaliza, naturalmente, los hitos positivos de la gestión, pero también ‘se come todos los marrones’. Sin ir más lejos, la crisis de Sniace, en la que los consejeros de Industria, Eduardo Arasti, y de Medio Ambiente, Javier Fernández, a quienes competen los problemas específicos de la empresa, han tenido una participación tardía y/o irrelevante. O en el escándalo del FIS, donde el titular de Cultura, Miguel Ángel Serna, ha estado resguardado todo el tiempo tras las explicaciones del presidente. Por no hablar de la consejera de Ganadería, Blanca Martínez, que ha hecho de la invisibilidad un arte.
El peso político de los integrantes del Consejo de Gobierno es limitado. Entre los de influencia creciente está Javier Fernández, que ya desarrolló importantes responsabilidades en el Ejecutivo de José Joaquín Martínez Sieso y en el Ayuntamiento de Santander con Íñigo de la Serna. Su formación y experiencia jurídicas acreditadas le han obligado a ‘lidiar toros’ complicados como las sentencias de derribo de viviendas y de la depuradora de Vuelta Ostrera y las leyes de Costas y del Suelo, además de asumir la cartera de Leticia Díaz durante su baja.
Francisco Rodríguez, consejero de Obras Públicas, siempre ha tenido un gran predicamento en el aparato y en la estructura regional del PP, aunque ha atravesado la ‘travesía del desierto’ de un departamento sin fondos ni capacidad de maniobra, al menos hasta que sacó adelante el Plan de Infraestructuras Municipales que se desarrollará hasta el año electoral de 2015.
Y María José Sáenz de Buruaga, claro. Vicepresidenta y consejera de Sanidad, la número dos en el Gobierno y en el partido, con una agenda intensa y dura desde el inicio de la legislatura. Ella maneja el objetivo prioritario señalado por Ignacio Diego: la conclusión de Valdecilla. Por cierto, la adhesión de UGT al pacto ofrecido por la Consejería de Sanidad para blindar todo el empleo público del hospital ha causado un gran malestar en el PSOE, que confiaba en una total unidad de acción con el sindicato en la dura batalla política que plantea contra el contrato público-privado diseñado por el Gobierno del PP para Valdecilla.
En el debate en voz baja que tiene lugar en el PP sobre la eventual remodelación del Gobierno, lo que de verdad se discute es el desigual peso político de sus altos cargos. Por eso se celebra la llegada de Santiago Recio, nuevo director general de Turismo y vicesecretario general del partido: por esa capacidad demostrada en el Ayuntamiento de Santander para extraer de la gestión el rédito político, mucho más necesaria cuando los recursos son pocos, imprescindible cuando se acercan las elecciones.