Una boda en Cataluña
Una boda familiar me ha llevado a Cataluña –a Barcelona y Tarragona- durante el largo fin de semana electoral. Como hace veinte años, o diez, o cinco, como siempre, siento la diferencia entre la Cataluña de la calle y la Cataluña oficial. Puede ser la visión complaciente del visitante ocasional y ocioso, pero percibo la hospitalidad de la gente, su buena educación, el espíritu integrador, la convivencia de costumbres y opiniones. En las tiendas, en el taxi, entre la gente variopinta de la boda… En los bares, en los comercios, en las tertulias improvisadas, la conversación va y viene del castellano al catalán, y viceversa, con naturalidad, sin silencios incómodos ni vacíos humillantes. Justo a mi lado en una terraza, un grupo discute de fútbol en catalán. Un madridista defensor de Mou (en fin, los hay en todas partes) se hace fuerte frente a la mayoría azulgrana, pero hay más risas que comentarios ofensivos en el debate.
Cada uno ha votado lo que ha querido y la mayoría se ha inclinado hacia la variada gama catalanista, de los radicales de ERC a los moderados de CiU, que ha abanderado esta vez la independencia pero por si acaso no la incluye en el programa y que se ha llevado un ‘palito’ importante , o incluso al PSC, que no se sabe muy bien lo que quiere ni lo que representa. Pero en todo caso, resultados electorales aparte, sigo sin constatar en la Cataluña de la calle -y me alegro- el predominio de la pulsión separatista, que es siempre y en todo lugar una forma de rechazo a los demás, el señalamiento agresivo del enemigo exterior, en este caso España y los españoles. Otra vez me he sentido muy bien en Cataluña.