A bombo y platillo anunciaba esta semana la Seguridad Social una aplicación en su web para calcular lo que nos va a quedar de pensión cuando llegue el día del júbilo. Dejando aparte el asuntillo de que el programa no es que funcionara demasiado bien –la página estuvo bloqueada todo el día de su inauguración; oficialmente, por exceso de demanda, pero si al mismísimo Bill Gates se le colgó en sus narices el Windows 98 precisamente el día de su presentación en sociedad, ¿quién está entonces libre de un pantallazo azul de la muerte?–, lo cierto es que el enorme interés suscitado por la susodicha calculadora lo que refleja es un confianza ciega en que el futuro será mucho mejor de lo que últimamente nos tememos.
Y es que, según está el patio, lo de andar vendiendo la pensión del oso antes de haberlo cazado no llega ni a pan para hoy; hace demasiado tiempo ya que todos los gobiernos, sean de centro derecha o de centro izquierda, nos amenazan periódicamente con el fin de las pensiones por jubilación, armados con sus macrocifras y su micromoral. Que el sistema es insostenible lo venimos escuchando desde hace dos décadas, aunque en ningún momento han hablado de que, si se acabaran las pensiones, se acabarían también las cotizaciones obligatorias. Esas es probable que continuasen, aunque fuera manu militari, que de algún lado hay que tirar cada vez que a algún político se le ocurre regalar prestaciones no contributivas. ¿Y de donde salen? De lo que aportan, a la fuerza, los que sí contribuyen. Desde luego, poco importa entonces el escaso crecimiento vegetativo, el envejecimiento de la población o cualquier otra monserga con la que nos vendan la moto: el sistema no funciona porque no hay voluntad política.
El truco de retrasar la edad para el retiro, además de un golpe bajo a la moral todos los trabajadores, es un simple regateo: las empresas no quieren sexagenarios, y les seguirán invitando a prejubilarse. Pero si estiramos el tiempo de cotización mínima, baja el importe de las pensiones. La banca gana.
Seguro que para las pensiones de los cargos públicos –que cobran cantidades escandalosas, incluso en plena ruina nacional: por dos legislaturas en el sillón, pueden llevarse casi tres mil euros mensuales de por vida–, para esas no habrá problemas a la hora de asignar partidas presupuestarias; a fin de cuentas, las pagaremos entre todos, como siempre.
Así, que fallara la calculadora mágica de las pensiones ha supuesto una especie de mensaje poético: ¿de qué te preocupas, infeliz, si dentro de treinta o cuarenta años, cuando quieras recuperar lo que has ido aportando, lo más probable es que ya no exista ni la seguridad social? Hace años ya que los planes de pensiones son un negocio jugoso para las financieras, y esos nunca pierden. Antes, rompen la baraja.