No puede ser más surrealista lo vivido el pasado sábado con la suspensión del partido entre el Celta y el Real Madrid. Tenemos un duro temporal del que se había avisado y que ya provocó el aplazamiento el viernes de otro partido en Galicia, el que tenía que disputar el Deportivo-Betis. Tenemos dos estadios, Riazor y Balaídos, con serios problemas de seguridad tras saltar por los aires las cubiertas de uralita de las tribunas. Está el propietario del estadio, el ayuntamiento vigués, que suspende el encuentro porque no hay tiempo material para arreglar los desperfectos ocasionados por el viento mientras persista la alerta meteorológica. Nos encontramos con un club, el Real Madrid, que quiere jugar a toda costa, bien el domingo o lunes bien en otro estadio. Y, por último, contamos con la LFP que no dio señales de vida inteligente hasta última hora del día de autos para corroborar lo ya sabido: que el encuentro estaba suspendido. Patético.
Cierto es que va a ser cuasi imposible cuadrar fechas para que se celebre este partido. No culpen al empedrado. Los propios clubes que forman la Liga son los responsables de un calendario de locos en el que no cabe ninguna fecha más. Son los clubes los que aceptaron tener una competición con tantos equipos o una Copa del Rey a doble partido. Si a eso se le añaden las competiciones europeas, recen para que no se suspenda por fuerza mayor algún partido. Dan un premio al que reubique el partido en el calendario.
Lo peor de este asunto es que se han visto transparentes las vergüenzas de la presunta mejor Liga del mundo y los comportamientos más irresponsables de algunos de sus dirigentes. Es un ejercicio de temeridad irresponsable pretender jugar a toda costa un partido sin pensar por un instante en la seguridad de espectadores, jugadores y trabajadores; por no hablar de la ausencia de respuesta de la misma Liga y, situaciones extremas de la naturaleza al margen, el deterioro sin remedio de muchos de los estadios que forman parte de la mal llamada mejor Liga del mundo. Para hacérselo mirar…
‘Nos hemos acercado al equipo que siempre fuimos’. Diego Pablo Simeone, entrenador del Atlético de Madrid. Una noche de miércoles de Copa prometedora, con las gradas llenas, un rival que apetece ver y que a punto estuvo en convertirse en una pesadilla para los aficionados rojiblancos después de constatar que el equipo de sus amores es una sombra de lo que fue y que esta temporada es muy posible que no haya premio alguno y, quizá lo peor, que se certifique la defunción de un proyecto que muy lindo mientras duró.
¿Qué le pasa al Atlético? Es la pregunta que los amantes de fútbol se hacer de manera recurrente. Un equipo que ha perdido la identidad y el estilo propios con los que había regresado en tiempo récord a la élite europea. No olvidemos que no hace mucho tiempo, este equipo estaba peleando por salir del pozo de la Segunda División y que, cuando Simeone llegó al club, después de varios y sonados fracasos y bandazos en la dirección deportiva, el club estaba coqueteando peligrosamente con el descenso. Irónicamente, se puede decir que esta temporada es la de mayor calidad en la plantilla…con las peores sensaciones sobre el campo ¿Es un problema de entrenador?
Simeone quiso desembarcar de la nave tras la tragedia de Milán. Nada ha sido igual desde entonces. Hoy se habla abiertamente de que el Cholo ya no controla el vestuario, que hay voces que desafinan en el coro cuestionando el trabajo del técnico y que la sintonía entre propietarios y entrenador ha dejado de tener la fluidez de antaño. Quizá Simeone en la malograda final de Champions vio venir lo que está sucediendo ahora y cometió el error de no marcharse a tiempo. Cuando ves que ya no creen en ti, lo más prudente y sensato era poner tierra de por medio. Mantener esta agonía lo único que puede conducir es a un final que acabe por ensuciar un periodo glorioso en la historia rojiblanca.
Debe de ser duro ser esta mañana aficionado del Real Club Celta de Vigo. Acabas de eliminar a todo un Real Madrid en la Copa del Rey y la prensa apenas te dedica un minuto de reconocimiento. Es más importante debatir sobre el perdedor, decidir si es o no un fracaso caer en los cuartos de final coperos, si la flor de Zidane se ha secado, si la Copa es un torneo que merece la pena el esfuerzo o, por contra, es hasta positiva la eliminación para centrarte más en el objetivo de la Liga y la Champions, por no hablar de las mil justificaciones para aliviar una salida precipitada de la competición, un año más. El periodismo palmero tiene por delante un trabajo agotador.
Lo que le ha sucedido al Celta no es anecdótico. Es el sino del equipo modesto. De nada sirve ganar al grande ya que en este gran circo que es el fútbol, tiene que resignarse a jugar un papel de secundario. Los bufones de la corte no daban crédito. El Madrid, su Madrid, eliminado por un equipo menor! Una vez recuperados del soponcio, queda seguir los cinco pasos del duelo. Superada la fase de negación (esto no nos ha podido pasar a nosotros), queda la de la ira (que se preparen los jugadores señalados por la derrota), la negociación (vale, hemos perdido, pero con la cabeza alta), la depresión (se nos fue el triplete a la basura) y, por último, la aceptación (vale, eliminados en Copa, pero no se acaba el mundo, ¿no?).
Puede que no se les reconozca, pero siempre quedará la intensidad, el buen trato al balón y el esfuerzo colectivo con el que juega el Celta de Berizzo, un equipo que, sin hacer apenas ruido, sin tener el reconocimiento que de verdad merece, ya está en las semifinales de la Copa del Rey tras eliminar, ¡oh, proeza! al todopoderoso Real Madrid.
La sabiduría popular dice que valoras lo que tienes cuando lo pierdes, una frase que se puede aplicar, por qué no, también al mundo del deporte. Un ejemplo puede ser Rafa Nadal, uno de los mejores deportistas de este país y que vuelve a competir en breve en tierras australianas. Estamos hablando de un icono del deporte español, de un tipo que nos ha hecho disfrutar del triunfo, palabra que estábamos muy poco acostumbrados a usar en nuestro vocabulario, a estar orgulloso de competir y ganar y, quizá lo más importante para muchos, descubrir con enorme placer la grata sensación de ser envidiados fuera de nuestras fronteras y sentirnos orgullosos de nuestros deportistas.
Antes de la generación que representa Nadal, los medios con ahora tanto presumen del éxito de estos deportistas, afirmaban no sin cierta mofa que lo mejor que se podía decir tras una competición es que los nuestros no se ahogaban en las piscinas o no se tropezaban con las vallas de los estadios de atletismo. Es posible que algunos se escandalicen pero, créannos, es verídico. Pasaba. Era la larga travesía por el desierto, tan solo alegrada de cuando en cuando por alguna inesperada hazaña individual. Tiempos oscuros, deliberadamente olvidados y sustituidos por el prepotente y soberbio ‘soy español, a qué quieres que te gane’. Aprovechen para sacar pecho, que nos queda poco.
Habrá quien tuerza el gesto si Rafa Nadal cae en primera o segunda ronda del Abierto de Australia, quien critique con acritud a la selección de baloncesto si no toca medalla en el próximo campeonato que dispute, quien se muestre muy decepcionado si Mireia Belmonte, Carolina Marín y tantos y tantas otros que tan mal nos han acostumbrado no consiguen repetir en el triunfo. Sería un terrible error olvidar lo que han hecho, valorar el mérito de lo logrado, pensar que son eternos o hundirlos cuando empiecen a venir mal dadas. Ley de vida. La gran pregunta es si hay relevo para esta generación única y qué se está haciendo para tenerlo. A lo mejor no nos gustan las respuestas…
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