Hace unos días escribí esto en los muros en los que ahora se escribe:
‘Los veranos son finales de un día como hoy al salir de trabajar. Un baño, un abrazo, un trago de cerveza, una perra con las patas mojadas y una peli de Hugh Grant que no había visto. Y un cubo de helado, claro’.
El inicio de un verano está donde la vida quiere. No es el calendario ni el sol. Son las cosas que pasan. Yo cogí la costumbre de dedicarle a cada verano unas líneas en este rincón, pero el último no salió en los mapas. Me lo borraron. La vida, lo dicho. El verano 40 no existió y este empezó la noche que escribí esas líneas. Hace bien poco. Hasta tuve que detenerme un rato antes para caer si ya voy por el 41 o el 42. Da igual, eso es lo de menos.
El caso es que hay alguno que me recuerda que tengo abandonado El paseante (con razón). También importa que cuando le de al botón de ‘publicar’ estas líneas estaré ya de vacaciones y espero que este texto sirva de algún modo como un cartel sobre la persiana cerrada. Un ‘nos vemos a la vuelta’ (o un ‘no se admiten llamadas si es por trabajo’). Pero lo más importante es la certeza de que todo sigue, que no espera, y de que no quiero perderme este verano (y, con humildad, extender una invitación general a no perderse nada). Por eso, Verano 41.
Porque Jorge me mandó una foto junto a la estatua de Rocky en Filadelfia y justo esa misma mañana, al encender la radio en el coche, sonaba ‘Eyes of the tiger’. La vida puede ser maravillosa, Salinas. Seguido sonó Supertramp y sonreí al volante por las veces que, de crío, mi hermano me lo hizo escuchar en casa. Verano, sí. Recuerdos. Y certezas. He confirmado que soy más bañista que playero y que me encanta ir a Molinucos al final del día y darme un cole. Que a estas alturas he perdido visión nocturna y me cuesta reconocer las caras en los bares de copas de Cañadío. Que Santander es cruel pero maravillosa, pese al MetroTUS, y que no me gusta que un delegado del Gobierno felicite a la Policía poniendo ‘Good job’. Tampoco que en la política cántabra, en general, haya más fotos que acciones y que importe más anotarse los tantos que tantas y tantas necesidades.
A estas alturas del verano doy gracias cada vez que veo a mi madre arreglarse para bajar a tomar un café por el barrio. Aborrezco a un malnacido que deja a un perro metido en el coche al sol para irse a comer y pienso que hay padres que deberían pensarse dos veces traer hijos al mundo. Por pensar que no quede. También pienso que las causas justas rozan el ridículo cuando la bandera la toman los extremistas. Desde el máximo respeto, no me apunten al ‘todes’. Que no todos los que están en las redes son víboras, pero todas las víboras están en las redes. Y que esos muros sociales (que aportan muchas cosas buenas) han hecho que los más tontos cojan fuerza y se envalentonen. Que peligroso es un tonto con protagonismo…
Me voy, no tardo. Que además tengo ganas de irme. Aunque también me pare a veces a darle vueltas a que uno ya es mayor cuando se da cuenta de que muchos conocidos se han ido para siempre. Que hay quien tiene el valor de comentar las noticias antes de haberlas leído (esa plaga va en aumento) y que, entre mis muchos defectos (cada vez más reconocibles y reconocidos), está el de ser demasiado competitivo. Que Ryanair te deja tirado, pero que gracias a sus aviones en esta tierra muchos han podido ver algo más que la Bahía (y eso vale tanto…). Que no sé si viviré para ver el AVE por más que jueguen con las siglas y que estoy hasta la punta de la nariz (por no decir hasta los mismísimos huevos) de que el Racing siga en Segunda B.
Ya está. Ya termino. Tengo que hacer la maleta. Para irme, para después volver. A tu brisa, a la luna en la bahía. A sentir tu faro brillar. Volver algo reconfortado, más entero. Para seguir, porque todo sigue. Para sentir que, de verdad, esta vez si pasó el verano.