Rescato este texto de entre las impresiones que me causó en otoño mi paseo por la Calzada Romana. Espero que, si aún no conocéis la zona, estas letras y la primavera os animen a hacerlo.
Camionero y bailarín son dos ocupaciones que al ideario colectivo le extraña, le pasma e, incluso, hasta a alguno, seguro que le golpea. El ideario es tozudo, burgués y conservador, y asocia: camionero, masculino. Bailarín, femenino. Camionero: póster al fondo de la cabina. Bailarín: afeminado u homosexual. Por eso, me encanta la historia que os voy a contar; por lo que tiene de transgresora. Por el mensaje que lanza: la vida es un sentir, un estar, un arriesgar. La vida es ser fiel a uno mismo, sin despeinarse, sin importar el qué dirán. Porque nada es lo que parece y las etiquetas sólo están bien, adheridas a los botes de conserva.
La foto fija de esta historia es corriente, pero por eso mismo, llamativa. Gabi tiene 43 años, está casado, tiene dos niñas, es camionero de profesión e hijo de camionero, natural de Riovorvo -una población cántabra de 160 habitantes- y desde el pasado mes de noviembre, bailarín de ballet clásico. Son estas últimas tres palabras las que me descolocan: “de ballet clásico”. Me pregunto qué es lo que lleva a alguien como él a apuntarse a esta disciplina. El colectivo le diría que por qué no practica baile de salón o coreografías de esas modernas. Gabi le responde indiferente y con una sonrisa en la boca: se ríe alto y claro. Lo hace cuando se calza sus zapatillas de tela negra, se enfunda sus mallas y se anuda su pañuelo del pato Lucas a la cabeza. Lo hace cada vez que escucha a Tchaikovsky o a Stravinski. Cuando calienta antes de comenzar la clase. Cuando ensaya en casa los pasos de la función en la que intervendrá el próximo mes de junio en el Teatro Concha Espina de Torrelavega… Se ríe del ideario, pero no porque el ideario le afecte, sino porque está feliz.
Escuché, y me gusta recordarlo de cuando en cuando, que somos quienes fuimos en el patio del colegio. Tal vez, a Gabi le suceda lo mismo y esté recuperando algo que ya le gustaba de niño. Lo escucho atenta, mientras él deja escapar un torrente de palabras. Estoy a punto de saber por qué siente esa pasión por el ballet clásico. Tiene ojos vivarachos, se expresa rápido y contundente, sin dobleces: “No sé, me gusta, siempre me ha gustado. Recuerdo cuando era un chaval y en San Cipriano sólo bailábamos otro amigo y yo”. “Mi hermana me dice que me recuerda de bien pequeño queriendo bailar. Que me gustaba. Que quizás debería haberme dedicado a ello”. Lo escucho y las piezas empiezan a encajar. “He hecho de todo. Qué se yo. Fútbol, taekwondo, kárate, taichí, el Soplao en bici de montaña… Un montón de cosas”. “Hace tres años fui a ver a mi hija pequeña a su función de ballet y me encantó. Al año siguiente se animó la mayor. Fue entonces cuando comencé a plantearme apuntarme también yo. Así que este año estaremos en el escenario los tres juntos”.
Los imagino a los tres en casa, preparando sus bolsas para la clase. Los imagino en la academia de baile, juntos y a la vez separados, concentrados en el rond de jambe , en el arabesque. Pero, sobre todo, contemplo la magnífica lección de vida que Gabi está dando a sus hijas; enseñándoles lo importante que es ser uno mismo; disfrutar al máximo con lo que a uno le gusta, sin absurdos complejos y llevando como bandera la autenticidad.
Gabi ha encontrado en la Academia Ana Serna una pequeña familia que lo ha acogido con el mismo respeto y cariño que él le demuestra al baile. Por fortuna para quienes amamos la danza, en los últimos tiempos, hay una corriente de retorno a ella. Antiguas alumnas que con 40, 50 años vuelven a peinarse el moño y a agarrar la barrar para recuperar una pasión de infancia y juventud. Otros, como es el caso de Gabi acceden por primera vez.
Probablemente, a estas alturas más de uno aún no entienda por qué Gabi practica ballet cinco días a la semana, por qué es la ilusión con la que ocupa su tiempo libre, por qué le importa menos que nada lo que puedan pensar los demás. Quizás sería necesario que le escucharan hablar: con inocencia, con naturalidad extrema, con pasión por el baile; algo que sólo puede hacer a quien le corre el gusanillo de la danza por las venas. Tal vez, esperaban una respuesta rocambolesca a la altura de la paradoja: camionero-bailarín. Sin embargo, es sencillo: ganas de vivir. Puede que el entorno rural, el contexto social o generacional hicieran que Gabi, en su día, no optara por el ballet como primera opción; quien sabe. Sin embargo, lo importante es que lo ha hecho ahora. Porque como dice Sabina en la letra de su canción: No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió.
Dedicado a todos cuantos viven a pecho descubierto.
Si queréis asistir a la gala benéfica en el Teatro Concha Espina de Torrelavega, el próximo 12 de junio, a las 19:00 horas, las entradas están a la venta al precio de 5 euros. Entre el elenco de bailarines encontraréis a Gabi.
La luz es terapia de vida. Hay algo en ella que despierta las calles. Las mesas y las sillas, aletargadas durante el invierno, se desperezan para acomodar visitantes. A mí me gusta imaginar la escena como si la viera a través de un vídeo: los meses se suceden a cámara rápida y, en tan sólo unos segundos, el gris de las nubes, los paraguas, los abrigos, empiezan a desnudarse y a dejar que se cuelen parpadeantes rayos, chaquetas ligeras y, finalmente, una bóveda celeste.
Algo tiene mayo y la llegada del sol que el alma se pone en pie para recibirlo y, junto a él, las flores y los árboles. La playa, hasta ahora solitaria con la única visita regular de las olas, empieza a ponerse guapa para recibir paseantes y algún atrevido bañista. Abres los ojos y la claridad, a borbotones, te invita a VIVIR. Barruntas las vacaciones, las cañas, los paseos, los baños de sol y mar, los días largos, las risas, la ropa ligera, los colores…
Si hay algo que me gusta de los lugares que visito es su luz. Ella lo tamiza todo. Lo tiñe. Lo colorea. Cambia las sensaciones de cada lugar. Es la increíble cúpula del cielo castellano, tan límpido y elevado. Es el azul juguetón y alegre de Baleares. La luz albina del Caribe y la cálida, casi abrasadora, de Canarias. Es el tímido sol gallego, que se desmelena en las Rías Baixas. Es el verde fluorescente de Esles cuando el sol juguetea con las copas de los árboles… Esa luz de la que los pintores impresionistas -Cezzáne, Van Gogh- trataban de atrapar en el Mediterráneo.
Y me niego a creer que el frío y la lluvia no nos hayan abandonado, por mucho que se empeñen las previsiones meteorológicas, por mucho que insistan los agoreros, porque mi espíritu ya es otro y porque la temperatura, también lo es… Por eso, quiero compartir con vosotros una excursión a la luz. Muy cerquita, en Cantabria, apta para todos los bolsillos y las condiciones físicas. El monte Buciero en Santoña. Quien no lo haya visitado, aún no conoce el Caribe cántabro. Las aguas que lamen la roca no tienen nada que envidiarle a ninguna otra costa. Sólo en este paraje, sientes que el tiempo se detiene y mar y montaña, rumor de olas y brisa, sol y sombra, brincan y retozan transportándote en un paseo pleno de sensaciones.
Os dejo unas cuantas fotografías para que continuéis atiborrando la retina de luz. Si después de verlas sentís ganas de hacerle una visita al Buciero, clicad aquí; obtendréis información de las rutas que os ofrece.
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