Los minions
EE UU. 2015. 91 m. (TP). Animación. Directores: Kyle Balda y Pierre Coffin. Salas: Peñacastillo y Cinesa
La cosa va de alegría amarilla contagiosa. ‘Los Minions’, una cuadrilla de pequeños espabilados con un sentido peculiar de la solidaridad, se habían ganado a pulso su protagonismo. Así que entre el spin off –ya saben, esa moda muy televisiva de afrontar un proyecto nacido como extensión de otro anterior– y la precuela, la fiebre amarilla ya tiene su propia historia: un viaje en el tiempo, que no se lo salta ni la máquina más eficaz, desde los orígenes de la humanidad, pasando por Altamira, hasta llegar al Londres de los sesenta. ‘Los Minions’ poseen una cualidad singular: en solitario mantienen rasgos diferenciadores atractivos y como colectivo uno se acaba olvidando que son carne de animación y adquieren otra textura. El ‘para tú’ ya es casi un lema cinéfilo, un código para los enganchados a estos renacuajos que se mueven entre el absurdo de los Marx, el gamberrismo y el humor surreal. Su primera aventura en solitario tras independizarse del villano Gru, es irregular, va de más a menos y se basa en la dispersión argumental y de tono, pero no se le puede negar diversión y un permanente vitalismo lúdico, una vitamina de alegría entre la imaginación y la energía alocada. Anárquicos y peligrosamente juntos su fuerte carácter de juguete alocado suple las carencias de una historia que narrativamente no es compacta ni sólida pero que se mueve a ritmo de giros bufonescos. Su arranque es espectacular con una serie de gags que juegan con la deformidad de la historia y los tópicos, de Napoléon a Drácula, y con gotas de genialidad slapstick. Lástima que el endeble camino narrativo impida dar consistencia al potencial cómico de estos sirvientes del mal. Con más ambición y cuidado del guión, la puesta de largo amarilla hubiese ganado en lucidez. Hay ideas pero falta argamasa. Y cuando los gags se quedan en meras islas el efecto sorpresa es simple ventosidad festiva. ‘Los Minions’, entre el gregarismo y el anonimato, el abrazo colectivo y la individualidad más feroz, son ya una marca iluminada entre la travesura, el sabor a plátano y ese idioma que mezcla vocabulario como si estuviese inventando el lenguaje de manera permanente. Con estas premisas triunfan las criaturas sobre la levedad de la historia que sufre muchas fugas y subtramas.