Walking on sunshine
Reino Unido. 2014. 93 m. (TP). Musical. Directores: Max Giwa y Dania Pasquini. Intérpretes: Greg Wise, Joelle Koissi, Leona Lewis, Annabel Scholey. Salas: Cinesa y Peñacastillo.
Es tocarse y empezar a cantar sin ton ni son. Bueno con el ton de tontorrona y el son ochentero como justificación nostálgica y vitalista. Ni parodia, ni riesgo, ni agitación. Una meliflua y patética prótesis que convierte a algunos videoclips en obras maestras. La vulgaridad es la melodía de ‘Walking on Sunshine’, un veranillo musical de quita y ponte camiseta y biquini, con pseuotomatina festiva de por medio, y mucha postal vergonzante. Por si fuera poco lo de tratar al espectador de parvulito ya es norma: al menos se subraya tres o cuatro veces en apenas dos minutos que la acción, es un decir, se desarrolla en Puglia.
El sur, aunque sea el de la Europa de segunda y tercera velocidad, también existe. Sin una buena coreografía que echarse a los ojos y la coartada pop de hits de los 80, reproducida sin más adimento, el filme no es un musical sino un comediscos que traga y expulsa canciones y bailes como quien consume un helado antes de ser derretido por el calor. A su lado ‘Mamma mía’ parece un tratado de musicalidad cinética. Como todo discurre en la superficie, nada de lo que se cuenta resulta consistente y la textura de una época o el supuesto espíritu que desprenden los temas elegidos es inexistente. Aquí lo único que brilla es la estupidez, la banalidad, bajo el aire empalagoso y ligero.
Tercer largometraje rodado en tándem por Max Giwa y Dania Pasquini, artífices de dos entregas de ‘Street Dance’, este supuesto enredo amoroso de vodevil que sirve de endeble eje está adobado con los mandamientos musicales del pop británico. La justificación de lo juvenil no es suficiente. La puesta en escena colegial, sin credibilidad ni fuerza, desde la primera secuencia en el aeropuerto, certifica la nadería del proyecto que ni siquiera opta por lo paródico ni por exprimir el sentido kitsch que hubiese propiciado una cabalgata jubilosa y colorista. Por el contrario todo resulta anodino, insípido e incluso en algunas ocasiones ridículo. Pese al esfuerzo de Annabel Scholey, la única que pone belleza exterior e interior y algo de talento entre tanta mediocridad, los pretendidos números musicales son pegotes y pastiches. No tienen vida propia y salvo su alma de correcalles de karaoke nunca constituyen un factor narrativo que aporte personalidad y pueda corregir este desafinado proyecto.
Este jolgorio playero de botellón y despedida de soltero y de camisetas mojadas no pasaría el casting de un anuncio de desodorantes, compresas o calzoncillos. Zafia y previsible, da más ganas de gritar que de cantar. Un carrusel de historias mínimas que difícilmente podría dar vida a una promoción de prendas juveniles de grandes almacenes.