Tras años de idas y venidas, de compartir persianas bajadas, en ocasiones, aún se descubren. Lo mismo que ese chico que acaba encontrando una respuesta en una madre anciana y aparentemente en otro mundo a la que hace tiempo puso en cuarentena. O ese par de amigos que pasaron juntos por los granos, el calimocho, las novias y la hipoteca y que todavía se sorprenden en lo bueno y en lo malo. La vida no es tiempo suficiente para conocer a alguien. Siempre queda algo, hasta en las parejas que entran a un bar y que sólo tienen dos preguntas (¿Qué quieres? y ¿Nos vamos?) y miran cada uno para un lado.

Pero hay excepciones, muy propias de lugares pequeños, de esos en los que dicen que nos conocemos todos, de esos en los que las etiquetas cuelgan de los tobillos… Hace falta poco. Una copa nocturna, algún conocido lejano en común, una presentación con apretón de manos (sí, de las que no recuerdas el nombre cinco minutos después), compartir edificio de estudios (ni clase, ni pupitre)… Hasta presuntos familiares que salen y que te cuentan que te vieron en una boda. «Sí, hombre, sí… El hijo de las primas de tu padre. Bueno, primas segundas…», te dicen.

Con algo así es suficiente para ganarse el argumento. No hace falta más para ser el protagonista de la reunión, el centro de la charla, el ‘rey’ o ‘reina’ del grupo por un instante. Para confirmar un rumor, para difundirlo, para ratificar que vieron a fulanito o que todo el mundo sabe que menganito es… Y siempre se empieza o se termina con frases definitivas. «Te lo digo porque le conozco», «lo sé de buena tinta porque me lo ha dicho uno que es amigo íntimo suyo», «si le ha visto uno que le conoce mucho», «se lo dijo a uno que es amigo mío»… ¿No les suena? Todos lo hemos hecho.

Hasta cuando alguien se va para siempre, tras compartir una vida, se descubre algo nuevo. Para juzgar no hace falta tanto.