La casa con la que siempre sueñas no es la que regalan en un concurso de televisión, ni aquella que miras desde el coche mientras suspiras sabiendo que nunca podrás comprártela. Ni siquiera el adosado en el que gastaste los ahorros de toda la vida. La casa que ves cuando cierras los ojos, cuando duermes, cuando la mente viaja sin pasaporte, es la casa de tu infancia, la única que no olvidarás mientras vivas.

No es la más grande, ni la más lujosa, ni la más amplia… Es la tuya. La que convivió con los primeras noches de Reyes, en la que habita el scalectrix, los “madelman” y aquella cafetería “fabrica pastas” que no era lo que parecía en el anuncio.

Donde pasaste la hepatitis y donde están esos vasos marrones en los que hasta el agua del grifo sabía bien. Allí los hermanos mayores siguen siendo ésos niños que te hacían rabiar y que bajaban a jugar por el barrio. Es el lugar donde las patas de una mesita blanca eran porterías para un balón fugitivo de la zapatilla de mamá. Donde colgaban las fotos de la comunión que mi hermana no quiere que se vean. Sólo allí es posible que tres hombres compartieran habitación y fueran inmensamente felices. En ella aún viven las personas que nunca se fueron del todo. Todavía roncan en el sofá del salón. Allí, cuando sueñas con ella, cuando cierras los ojos, se mezclan los maridos, mujeres, novios y novias que la vida te puso por delante, con los personajes que te vinieron dados al nacer. Porque allí está todo. Sobre todo si, como en mi caso, tuviste una infancia inolvidable en una familia, la de casa, la cercana, numerosa en miembros, en risas, buenos y malos momentos y en una felicidad que nunca hubiera sido mayor con más peso en la cuenta corriente.

Podrás mudarte a Valdenoja, comprarte un terreno en las afueras con parcela para estirar las piernas o alquilar algo por el Alisal, pero aquel lugar, viva quién viva y ocupe quién lo ocupe, será tuyo en sueños. Para siempre.