Cuando el hueso comienza a clarear en ese jamón que días antes habíamos cortado en finas lonchas, no hay que entrar en depresión. Ese momento, comparable con el de los primeros síntomas de la calvicie, da paso, como esa traicionera alopecia, a una nueva etapa en la vida. A un mundo nuevo por descubrir. La falta de pelo invita al rapado integral y formar parte de ese grupo de jabatos de moda que triunfan en los papeles más duros del cine yanki. Y con el pernil, pues casi lo mismo. Lo primero es dejarlo tan rapado como el cráneo de Bruce Willis, ya que antes habremos aprovechado esos últimos restos de carne para hacer unas ricas croquetas o un revuelto con espárragos trigueros de esos que crean afición.
Cuando el jamón ya ha dejado de ser ese monumento a la belleza y al sabor más puro, cuando ya no da más de sí, cuando sólo vive del recuerdo de los grandes momentos de su juventud, cuando cuelga ya cual viejo pellejo, no hace falta recurrir a él para deshacerte del marido o de la mujer, como nos enseñó Pedro Almodóvar en ¿Qué he hecho yo para merecer esto? Ese hueso deprimente tiene aún más vidas que un gato callejero.
Dicen los expertos jamoneros que lo primero que debemos hacer con el hueso del jamón es partirlo en varios pedazos. Está claro. Si no está rancio se pueden congelar algunos de ellos envueltos en papel film o aluminio. En fresco, ese hueso es pieza fundamental en platos de cuchara tan españoles como los cocidos de garbanzos. Al madrileño o al lebaniego le da un toque de alegría inigualable. Además, sirve para elaborar, junto a algunas verduras, un consomé de los que en invierno merecen la distinción de Fiesta de Interés Turístico.
Pero cuando el hueso de jamón cae en manos de un buen chef, cuando se juega con esa gelatina que se consigue cociendo el armazón hasta espesar, hablamos ya de algo simplemente sensacional.