Cada vez que veo su anuncio en las cartas de los restaurantes o en esas pizarras que tanto me gustan de los establecimientos de mi tierra, me entra miedo. Se me aflojan las piernas, tiemblo, me vuelvo vulnerable. Pescados salvajes se escribe en esas pizarras sobre las que se ha deslizado una tiza de color blanco a primeras horas de la mañana. Y es que, de repente, se me viene a la mente la imagen de una lubina de 200 kilos que me ataca y me quiere arrastrar hasta atraparme entre sus fauces, como Moby Dick al mal encarado y rencoroso capitán Ahab, que la armó muy gorda por una pierna de nada.
El diccionario es claro en este tipo de asuntos. Salvaje: incontrolado, violento o fuera de las normas establecidas; muy cruel, necio, rudo, sin educación. En fin, para pensárselo.
Así que me veo entre lubinas y doradas salvajes que, para vengarse de sus captores, quieren comerse vivo a este cliente amable que se ha sentado en la mesa del restaurante dispuesto únicamente a disfrutar de un pescado de la costa cantábrica.
Y si las lubinas y las doradas son salvajes, no me quiero imaginar como deben ser los tiburones. Esos que a veces nos comemos con los nombres de marrajo, cazón, cañabota o cailón. Me veo ya en los intestinos del escualo compartiendo un espacio oscuro y con olor a pescado podrido con aquella rubia llamada Chrissie Watkins que fue la primera.
Se imaginan a unas supuestas novillas salvajes de Bostronizo lanzando derrotes a diestro y siniestro cual toro de Jandilla en los encierros de San Fermín. Habría que llamar a Juan José Padilla para poder meterle el cuchillo y el tenedor al chuletón. Y también al cabrito salvaje de Güemes o al lechazo incontrolado, violento o fuera de las normas establecidas, de Aranda de Duero.
Vamos, que a veces te dan ganas de pedir una lubina de piscifactoría para, amablemente, comerte un pescado sin pesadillas.