Es la que, al final, triunfa en la mesa: la cocina tradicional, la de nuestras madres y abuelas. La de todos los días, la que incita a la competición entre los cocinillas y los aficionados. ¡A que mi tortilla es mejor que la tuya! ¡Pues mi paella no tiene rival! ¡Mis manitas de cerdo no las mejora ni Ferrá Adriá!… Cuantas veces hemos oído frases como estas. Me encanta cuando por Navidad, en éste u otro medio de comunicación, se le pregunta a los más grandes cocineros de este país qué es lo que le apetece comer ese día. Pues casi todos dicen lo mismo: caracoles, embutidos, huevos fritos, chicharro al horno, lechazo, tostadas. Vamos, lo de siempre. A nadie se le ocurre eso del costrón de pavo ecológico con arándanos de Tresabuela, emulsión de picón de Tresviso y espuma de patata a la esencia de romero. ¿Qué hay mejor que unos buenos callos con pan de pueblo? Mi amigo Guillermo López Vizcaíno, investigador de muchas cosas pero sobre todo de las cosas buenas de nuestra cocina, me dice que posiblemente los mejores callos de Santander los preparen en El Nido de Robin, en General Dávila. Estoy esperando a que me invite un día de estos a cenar allí para comprobarlo. Sino, habrá que parar una tarde, que me queda camino de casa. A mí me gustaban mucho los que hacía Pablo en el Gastrobar Lupino, pero ya no existe este establecimiento en donde se cocinaba con acierto. Me siguen llamando la atención los del Tívoli, Los Arcos y El Silverio, tres establecimientos veteranos de la capital cántabra. En el nuevo La Taberna del Herrero empiezan a coger buena fama y es cuestión de arremangarse y echarles el diente.